A Través del Espejo

Capítulo 4 – TWEEDDLEDUM Y TWEEDLEDEE


Ambos estaban parados bajo un árbol, con el brazo por encima del cuello del otro y Alicia pudo percatarse inmediatamente de cuál era quién porque uno de ellos llevaba bordado sobre el cuello «DUM» y el otro «DEE». –Supongo que ambos llevarán bordado «TWEEDLE» por la parte de atrás –se dijo Alicia.

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Estaban ahí tan quietecitos que Alicia se olvidó de que estuviesen vivos y ya iba a darles la vuelta para ver si llevaban las letras «TWEEDLE» bordadas por la parte de atrás del cuello, cuando se sobresaltó al oír una voz que provenía del marcado «DUM».

–Si crees que somos unas figuras de cera –dijo– deberías de pagar la entrada, ya lo sabes. Las figuras de cera no están ahí por nada. ¡De ninguna manera!

–¡Por el contrario! –intervino el marcado «DEE»–. Si crees que estamos vivos, ¡deberías hablarnos!

–Os aseguro que estoy apenadísima –fue todo lo que pudo decir Alicia, pues la letra de una vieja canción se le insinuaba en la mente con la insistencia del tic-tac de un reloj, de tal forma que no pudo evitar el repetirla en voz alta.


         Tweedledum y Tweedledee
         decidieron batirse en duelo;
         pues Teweedledum dijo que Tweedledee
         le había estropeado
         su bonito sonajero nuevo.

         Bajó entonces volando
         un monstruoso cuervo, más negro
         que todo un barril de alquitrán;
         ¡y tanto se asustaron nuestros héroes
         que se olvidaron de todos sus duelos!

–Ya sé lo que estás pensando –dijo Tweedledum–; pero no es como tú crees. ¡De ninguna manera!

–¡Por el contrario! –continuó Tweedledee–. Si hubiese sido así, entonces lo sería; y siéndolo, quizá lo fuera; pero como no fue así tampoco lo es asá. ¡Es lógico!

–Estaba pensando –dijo Alicia muy cortésmente– en cuál sería la mejor manera de salir de este bosque: se está poniendo muy oscuro. ¿Querríais vosotros indicarme cuál es el camino!

Pero los dos gordezuelos tan sólo se miraron, sonriendo ladinos.

Tanto se parecían a dos colegiales grandullones que Alicia se encontró de golpe señalando con el dedo a Tweedledum y llamándole -¡iAlumno número uno!

–¡De ninguna manera! –se apresuró a gritar Tweedledum cerrando la boca luego con la misma brusquedad.

–¡Alumno número dos! –continuó Alicia, señalando esta vez a Tweedledee, segura de que iba a responderle en seguida gritando «¡Por el contrario!» como en efecto sucedió.

–¡Lo has empezado todo muy mal! –exclamó Tweedledum–. Lo primero que se hace en una visita es saludarse con un «hola, ¿que tal?» y luego ¡un buen apretón de manos! –Y diciendo esto los dos hermanos se dieron un fuerte abrazo y extendieron luego sendas manos para que Alicia se las estrechara.

Alicia no se atrevía a empezar dándole la mano a ninguno de los dos, por miedo de herir los sentimientos del otro; de forma que pensando salir así lo mejor que podía del mal paso, tomó ambas manos a la vez con las dos suyas: al momento se encontraron los tres bailando en corro. Esto le pareció entonces a Alicia de lo más natural (según recordaría más tarde) e incluso no le sorprendió nada oír un poco de música; parecía que provenía de algún lugar dentro del árbol bajo el cual estaban danzando y (por lo que pudo entrever) parecía que la estaban tocando sus mismas ramas, frotándose las unas contra las otras como si fueran arcos y violines.

–¡Sí que tenía gracia aquello –solía decir Alicia cuando le contaba luego a su hermana toda esta historia– encontrarme de pronto cantando en corrillo «que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva»! La cosa es que no sé exactamente cuándo empecé a hacerlo, pero entonces ¡sentía como si lo hubiese estado cantando durante mucho, mucho tiempo!

Como los otros dos bailarines eran gordos, pronto se quedaron sin aliento. –Cuatro vueltas son suficientes para esta danza –jadeó trabajosamente Tweedledum; y dejaron de bailar tan súbitamente como habían empezado; también se interrumpió la música al mismo tiempo.

Ambos soltaron entonces las manos de Alicia y se la quedaron contemplando durante un minuto: se produjo una pausa un tanto azarante, pues Alicia no sabía cómo iniciar una conversación con unas personas con las que acababa de estar bailando. –Este sí que no es el momento de decir «hola, ¿como estás?» — se dijo a s i misma. Me parece que ya hemos superado esta etapa.

–Espero que no estéis demasiado cansados –dijo Alicia al fin.

–¡De ninguna manera! Pero mil gracias por tu interés –contestó Tweedledum.
–¡Muy agradecido!– añadió Tweedledee. –Te gusta la poesía?

–Pues… si, bastante… algunos poemas –dijo Alicia sin mucha convicción.– ¿Querríais decirme qué camino he de tomar para salir del bosque?
–¿Qué te parece que le recite?– preguntó Tweedledee volviéndose hacia Tweedledum con una cara muy seria y sin hacer el menor caso a la pregunta de Alicia.

–«La morsa y el carpintero», que es lo más largo que te sabes– replicó Tweedledum, dando a su hermano un tierno abrazo.

Tweedledee comenzó en el acto:


         ¡Brillaba el sol...!

Pero Alicia se atrevió a interrumpirle: –Si va a ser muy largo– dijo tan cortésmente como pudo –¿no querríais decirme primero por qué camino…?

Tweedledee sonrió amablemente y empezó de nuevo:


         ¡Brillaba el sol sobre la mar!
         Con el fulgor implacable de sus rayos
         se esforzaba, denodado, por aplanar
         y alisar las henchidas ondas;
         y sin embargo, aquello era bien extraño
         pues era ya más de media noche.

         La luna rielaba con desgana
         pues pensaba que el sol
         no tenía por qué estar ahí
         después de acabar el dia...
         ¡Qué grosero! --decia con un moh¡n,
         --¡venir ahora a fastidiarlo todo!

         La mar no podía estar más mojada
         ni más secas las arenas de la playa;
         no se veía ni una nube en el firmamento
         porque, de hecho, no habict ninguna;
         tampoco surcaba el cielo un solo pájaro
         pues, en efecto, no quedaba ninguno.

         La morsa y el carpintero
         se paseaban cogidos de la mano:
         lloraban, inconsolables, de la pena
         de ver tanta y tanta arena.
         ¡Si sólo la aclararan un poco,
         qué maravillosa sería la playa!

         --Si siete fregonas con siete escobas
         la barrieran durante medio año,
         ¿te parece --indagó la morsa atenta--
         que lo dejarían todo bien lustrado?
         --Lo dudo-- confesó el carpintero
         y lloró una amarga lágrima.

         ¡Oh ostras! ¡Venid a pasear con nosotros!
         requirió tan amable, la morsa.
         --Un agradable paseo, una pausada charla
         por esta playa salitrosa:
         mas no vengáis más de cuatro
         que más de la mano no podriamos.

         Una venerable ostra le echó una mirada
         pero no dijo ni una palabra.
         Aquella ostra principal le guiñó un ojo
         y sacudió su pesada cabeza...
         Es gue quería decir que prefería
         no dejar tan pronto su ostracismo.

A Través del Espejo

         Pero otras cuatro ostrillas infantes
         se adelantaron ansiosas de regalarse:
         limpios los jubones y las caras bien lavadas
         los zapatos pulidos y brillantes;
         y esto era bien extraño
         pues ya sabéis que no tenían pies.

         Cuatro ostras más las siguieron
         y aún otras cuatro más;
         por fin vinieron todas a una
         más y már y más... brincando
         por entre la espuma de la rompiente
         se apresuraban a ganar la playa.

         La morsa y el carpinrero
         caminaron una milla, más o menos,
         y luego reposaron sobre una roca
         de conveniente altura;
         mientras, las otras las aguardaban
         formando, expectantes, en fila.

A Través del Espejo

         --Ha llegado la hora --dijo la morsa--
         de que hablemos de muchas cosas:
         de barcos... lacres... y zapatos;
         de reyes... y repollos...
         y de por qué hierve el mar tan caliente
         y de si vuelan procaces los cerdos.

         --Pero ¡esperad un poco!-- gritaron las ostras
         y antes de charla tan sabrosa
         dejadnos recobrar un poco el aliento
         ¡que estamos todas muy gorditas!
         --¡No hay prisa!-- concedió el carpintero
         y mucho le agradecieron el respiro.

         --Una hogaza de pan --dijo la morsa--,
         es lo que principalmente necesitamos:
         pimienta y vinagre, además,
         tampoco nos vendrán del todo mal...
         y ahora, ¡preparaos, ostras queridas!,
         que vamos ya a alimentarnos.

         --Pero, ¡no con nosotras!-- grítaron las ostras
         poniéndose un poco moradas;
         --¡que después de tanta amabilidad
         eso sería cosa bien ruin!
         --La noche es bella --admiró la morsa--
         ¿no te impresiona el paisaje?

         --¡Qué amables habéis sido en venir!
         iY qué ricas que sois todas!
         Poco decía el carpintero, salvo
         --¡Córtame otra rebanada de pan!,
         Y ojalá no estuvieses tan sordo
         que, ¡ya lo he tenido gue decir dos veces!

         --¡Qué pena me da --exclamó la morsa--
         haberles jugado esta faena!
         ¡Las hemos traído tan lejos
         y trotaron tanto las pobres!
         Mas el carpintero no decía nada, salvo
         --¡Demasiada manteca has untado!

A Través del Espejo

         --¡Lloro por vosotras!- gemía la morsa.
         --¡Cuánta pena me dais!-- seguía lamentando
         y entre lágrimas y sollozos escogía
         las de tamaño más apetecible;
         restañaba con generoso pañuelo
         esa riada de sentidos lagrimones.

         --¡Oh, ostras!-- dijo al fin el carpintero.
         --¡Qué buen paseo os hemos dado!,
         ¿os parece ahora que volvamos a casita?--
         Pero nadie le respondía...
         y esto sí que no tenía nada de extraño,
         pues se las habían zampado todas.

De los dos el que más me gusta es la morsa –comentó Alicia– porque al menos a esa le daban un poco de pena las pobres ostras.

–Sí, pero en cambio, comió más ostras que el carpintero –corrigió Tweedledee– resulta que tapándose con el pañuelo se las iba zampando sin que el carpintero pudiera contarlas sino, ¡por el contrario!

–¡Eso si que está mal! –exclamó Alicia indignada–. En ese caso, me gusta más el carpintero… siempre que no haya comido más ostras que la morsa.

–Pero en cambio se tragó todas las que pudo –terció Tweedledum.

El dilema la dejó muy desconcertada. Después de una pausa, Alicia concluyó: –¡Bueno! ¡Pues ambos eran unos tipos de muy mala catadura…!– Pero al decir esto se contuvo, algo alarmada al oír algo que sonaba como el jadear de una gran locomotora en el interior del bosque que los rodeaba, aunque lo que Alicia verdaderamente temía es que se tratase de alguna bestia feroz. –Por casualidad, ¿hay leones o tigres por aquí cerca? –preguntó tímidamente.

–No es más que el Rey rojo que está roncando –explicó Tweedledee.

–¡Ven, vamos a verlo! –exclamaron los hermanos y tomando cada uno una mano de Alicia la condujeron a donde estaba el Rey.

A Través del Espejo

–¿No te parece que está precioso? –dijo Tweedledum.

Alicia no podía asegurarlo sinceramente: el Rey llevaba puesto un gran gorro de dormir con una borla en la punta, y estaba enroscado, formando como un bulto desordenado; roncaba tan sonoramente que Tweedledum observó: –Como si se le fuera a volar la cabeza a cada ronquido.

–Me parece que se va a resfriar si sigue ahí tumbado sobre la hierba húmeda –dijo Alicia, que era una niña muy prudente y considerada.

–Ahora está soñando –señaló Tweedledee– ¿y a que no sabes lo que está soñando?

–¡Vaya uno a saber! –replicó Alicia– ¡Eso no podría adivinarlo nadie!

–¡Anda! ¡Pues si te está soiíando a ti! –exclamó Tweedledee batiendo palmas en aplauso de su triunfo–. Y si dejara de soñar contigo, ¿qué crees que te pasaria?

–Pues que seguiría aqui tan tranquila, por supuesto –respondió Alicia.

–¡Ya! ¡Eso es lo que tú quisieras –replicó Tweedledee con gran suficiencia–. ¡No estarías en ninguna parte!

¡Cómo que tú no eres más que un algo con lo que está soñando!

–Si este Rey aquí se nos despertara –añadió Tweedledum– tu te apagarías… ¡zas! ¡Como una vela!

–¡No es verdad –exclamó Alicia indignada–. Además, si yo no fuera más que algo con lo que está soñando, ¡me gustaría saber lo que sois vosotros!

–¡Eso, eso! –dijo Tweedledum.

–¡Tú lo has dicho! –exclamó Tweedledee.

Tantas voces daban que Alicia no pudo contenerse y les dijo: –¡Callad! Que lo vais a despertar como sigais haciendo tanto ruido.

–Eso habría que verlo; lo que es a ti de nada te serviría hablar de despertarlo –dijo Tweedledum– cuando no eres más que un objeto de su sueño. Sabes perfectamente que no tienes ninguna realidad.

–¡Que sí soy real! –insistió Alicia y empezó a llorar.

–Por mucho que llores no te vas a hacer ni una pizca más real –observó Tweedledee– y además no hay nada de qué llorar.

–Si yo no fuera real continuó Alicia, medio riéndose a través de sus lágrimas, pues todo le parecia tan ridículo– no podría llorar como lo estoy haciendo.

–¡Anda! Pues, ¡no supondrás que esas lágrimas son de verdad? –interrumpió Tweedledum con el mayor desprecio.

–Sé que no están diciendo más que tonterías –razonó Alicia para si misma– así que es una bobada que me ponga a llorar. De forma que se secó las lágrimas y continuó hablando con el tono más alegre y despreocupado que le fue posible: –En todo caso será mejor que vaya saliendo del bosque, pues se está poniendo muy oscuro; ¿creeis que va a llover?

Tweedledum abrió un gran paraguas y se metió debajo, con su hermano; mirando hacia arriba respondió: –No lo creo… al menos, no parece que vaya a llover aqui dentro. ¡De ninguna manera!

–Pero, ¿puede que llueva aquí fuera?

–Pues… si así se le antoja… -dijo Tweedledee– Por lo que a nosotros nos toca, no hay reparo… ¡Por el contrario!

–¡Qué tipos más egoístas! –pensó Alicia y estaba ya a punto de darles unas «buenas noches» muy secas y volverles la espalda para marcharse cuando Tweedledum saltó de donde estaba bajo el paraguas y la agarró violentamente por la muñeca.

–¡¿Ves eso?! –le preguntó con una voz ahogada por la ira y con unos ojos que se le ponían más grandes y más amarillos por momentos, mientras señalaba con un dedo tembloroso hacia un pequeño objeto blanco que yacía bajo un árbol.

–No es más que un cascabel –dijo Alicia después de examinarlo cuidadosamente– ¡pero no vayas a cree que es una serpiente de cascabel! –anadió apresuradamente, pensando que a lo mejor era eso lo que le excitaba tanto: no es más que un viejo sonajero… bastante viejo y roto.

–¡Lo sabía! ¡Lo sabía! –gritó Tweedledum y empezó a dar unas pataletas tremendas y a arrancarse el pelo a puñados–. ¡Está estropeado, por supuesto! –y al decir esto miró hacia donde estaba Tweedledee, quien inmediatamente se sentó en el suelo e intentó esconderse bajo el enorme paraguas.

A Través del Espejo

Alicia tomó a Tweedledum del brazo y trató de tranquilizarlo diciéndole –No debes de enojarte tanto por un viejo sonajero.

–¡Es que no es viejo! –gritó Tweedledum más furioso todavía–. ¡¡Es nuevo, te digo que es nuevo!! Lo compré ayer…, ¡mi bonito SONAJERO NUEVO!– Y su tono de voz subió hasta convertirse en un auténtico alarido.

Durante todo este tiempo, Tweedledee había estado intentando plegar su paraguas, lo mejor que podía, consigo dentro: lo cual representaba una ejecución tan extraordinaria que logró que Alicia se distrajera y olvidara por un momento a su airado hermano. Pero no lo logró del todo y acabó rodando por el suelo, enrollado en el paraguas, del que sólo le asomaba la cabeza: y ahí quedó, abriendo y cerrando la boca, con los ojos muy abiertos…

–Pareciéndose más a un pez que a cualquier otra cosa –pensó Alicia.

–¡Naturalmente que estarás de acuerdo en que nos batamos en duelo! –dijo Tweedledum con un tono un poco más tranquilo.

–Supongo que sí –dijo malhumorado el otro mientras salía del paraguas– sólo que, ya sabes, ella tendrá que ayudarnos a vestir.

Así que los dos hermanos se adelantaron mano a mano en el bosque y volvieron de allí al minuto con los brazos cargados de toda clase de cosas… tales como cojines, mantas, esteras, manteles, ollas, tapaderas y cubos de carbón…

–Espero que tengas buena mano para sujetar con alfileres y atar con cordeles –advirtió Tweedledee– porque hemos de ponernos todas y cada una de estas cosas de la manera que sea.

Más tarde, Alicia solía comentar que nunca había visto un jaleo mayor que el que armaron aquellos dos por tan poca cosa… y la cantidad de objetos que hubieron de ponerse encima… y el trabajo que le dieron haciéndole atar cordeles y sujetar botones… –La verdad es que cuando terminen se van a parecer más a dos montones de ropa vieja que a cualquier otra cosa– se dijo Alicia, mientras se afanaba por enrollar un cojín alrededor del cuello de Tweedledee, –para que no puedan cortarme la cabeza –según dijo aquél.

–Ya sabes –añadió con mucha gravedad– que es una de las cosas más malas que le pueden ocurrir a uno en un combate… que le corten a uno la cabeza.

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Alicia rio con gusto, pero se las arregló para disimular las carcajadas con una tosecita por miedo a herir sus sentimientos.

–¿Estoy algo pálido? –preguntó Tweedledum, acercándose para que le ciñera el yelmo (yelmo, lo llamaba él, aunque pareciera más bien una cacerola…)

–Bueno… si… un poco –le aseguró Alicia con amabilidad.

–La verdad es que generalmente soy una persona de mucho valor –continuó Tweedledum en voz baja–: lo que ocurre es que hoy tengo un dolor de cabeza…

–Y yo, ¡un dolor de muelas! –dijo Tweedledee que había oído el comentario–. Me encuentro mucho peor que tú.

–En ese caso, sería mucho mejor que no os pelearais hoy –les dijo Alicia, pensando que se le presentaba una buena oportunidad para reconciliarlos.

–No tenemos más remedio que batirnos hoy; pero no me importaría que no fuese por mucho tiempo –dijo Tweedledum–. ¿Qué hora es?

Tweedledee consultó su reloj y respondió: –Son las cuatro y media.

–Pues entonces, combatamos hasta las seis y luego, ¡a cenar! –propuso Tweedledum.

–Muy bien –convino el otro, aunque algo taciturno– y ella, que presencie el duelo… sólo que no se acerque demasiado a mí –añadió– porque cuando a mí se me sube la sangre a la cabeza…, ¡vamos, que le doy a todo lo que veo!

–¡Y yo le doy a todo lo que se pone a mi alcance, lo vea o no lo vea! –gritó Tweedledee.

–Pues si es así –rió Alicia– apuesto que habréis estado dándole a todos estos árboles con mucha frecuencia.

Tweedledum miró alrededor con gran satisfacción. –Supongo –se jactó– que cuando hayamos terminado, ¡no quedará ni un sólo árbol sano a la redonda!

–¡Y todo por un sonajero! –exclamó Alicia que aún tenía esperanzas de que se avergonzaran un poco de pelearse por tan poca cosa.

–No me habría importado tanto –se excusó Tweedledee– si no hubiera sido uno nuevo.

–¡Cómo me gustaría que apareciera ahora el cuervo monstruoso! –pensó Alicia.

–No tenemos más que una espada, ya sabes –le dijo Tweedledum a su hermano así que tú puedes usar el paraguas…, pincha igual de bien; sólo que más vale que empecemos pronto porque se está poniendo todo muy negro.

–¡Y tan negro! –convino Tweedledee.

Estaba oscureciendo tan velozmente que Alicia pensó que se estaría acercando alguna tormenta. –¡Qué nube tan negra y tan espesa! –dijo– Y qué rápidamente se está encapotando el cielo! Pero…, ¿qué veo? ¡Si me parece que esa nube tiene alas!

–¡Es el cuervo! –gritó Tweedledum con un chillido de alarma y en el acto los dos hermanos salieron de estampida y desaparecieron en el bosque.

Alicia corrió un poco también y se detuvo bajo un corpulento árbol. –No creo que pueda dar conmigo aquí –pensó– es demasiado grande como para poder penetrar entre estos árboles; pero ya me gustaria que no aletease de esa manera… está levantando un huracán en el bosque… ¡allí va un mantón que se le habrá volado a alguien !

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