Aventuras de Pinocho

Capítulo 18


Pinocho vuelve a encontrarse con la zorra y el gato, y se va con ellos a sembrar sus cuatro monedas en el Campo de los Milagros.

Como podéis suponer, el Hada dejó que el muñeco llorase y gritase durante más de media hora porque con aquellas narizotas no podía salir de la habitación. Lo hizo así para darle una lección y para que se corrigiera del vicio de mentir, el vicio más feo que puede tener un niño. Pero cuando ya le vio tan desesperado que se le salían los ojos de las órbitas, tuvo lástima de él y dio unas palmadas. A esta señal entraron en la habitación unos cuantos millares de esos pájaros que se llaman picos o carpinteros, porque pican en la madera de los árboles y posándose todos ellos en la nariz Pinocho, empezaron a picarla de tal manera, que en pocos minutos aquella nariz enorme volvió a su tamaño anterior.

—¡Qué buena eres, Hada, y cuánto te quiero!— dijo el muñeco, enjuagándose los ojos.

—¡Yo también te quiero mucho— respondió el Hada—; y si quieres quedarte conmigo, serás mi hermanito y yo seré para ti una buena hermanita.

—Yo sí quisiera quedarme; pero; y mi pobre papá?

—Ya he pensado en eso. He ordenado que le avisen y antes de media noche estará aquí.

¿De veras?—grito Pinocho saltando de alegría—. Entonces, Hada preciosa, si te parece bien, iré a buscarle ¡Tengo muchas ganas de darle un beso al pobre viejecito que tanto ha sufrido por mi!

—Bueno; pues vete. Pero cuidado con perderte. Toma el camino del bosque, y así le encontrarás seguramente.

Salió Pinocho, y apenas llegó al bosque empezó a correr como un galgo. Pero al llegar cerca del sitio donde estaba la Encina grande se paró de pronto, porque le pareció que había oído ruido de gente entre la maleza. En efecto: vio aparecer… ¿No sabéis a quién?

Pues a la zorra y al gato; o sea a aquellos dos compañeros de viaje con los cuales había cenado en la posada de El Cagrejo Rojo.

—¡Pues si es nuestro querido Pinocho!— gritó la zorra, abrazándole y besándole—. ¿Qué haces por aquí?

—¿Qué haces por aquí?— repitió el gato.

—Es largo de contar—dijo el muñeco—. Pero ante todo os diré que la otra noche, cuando me dejasteis en las posada, me salieron al camino unos ladrones.

¿Unos ladrones? ¡Pero es de veras? ¡Pobre Pinocho! ¿Y que querían?

—Querían robarme las monedas de oro.

¡Qué granujas!—dijo la zorra.

—¡Qué grandísimos granujas— repitió el gato.

—Pero yo me escapé— continuó contando el muñeco—, y ellos siempre detrás, hasta que me alcanzaron y me colgaron en una rama de aquella Encina.

Y Pinocho señaló la Encina grande, que estaba a dos pasos de distancia.

—¡Que atrocidad!— exclamó la zorra—. ¡Qué mundo tan malo! ¡Parece mentira que haya gente así! ¿Dónde podremos vivir tranquilos las personas decentes?

Mientras charlaban de este modo observó Pinocho que el gato estaba manco de la mano derecha porque le faltaba toda la zarpa,con uñas y todo.

¿Qué has hecho de tu zarpa?—le preguntó.

Quiso contestar el gato pero se hizo un lío, y entonces intervino la zorra con destreza diciendo:

—Mi amigo es demasiado modesto, y por eso no se atreve a contarlo. Yo lo contaré. Sabrás cómo hace una hora próximamente que nos hemos encontrado en el camino un lobo viejo, casi muerto de hambre. que nos ha pedido una limosna.

No teniendo nada que darle, ¿sabés lo que ha hecho este amigo mío, que tiene el corazón más grande del mundo? Pues se ha cortado de un mordisco la zarpa derecha, y se la ha echado al pobre lobo para que se desayunara.

Y al terminar su relato la zorra se enjugó una lágrima.

También Pinocho estaba conmovido. Se acercó al gato y le dijo al oído:

—¡Si todos los gatos fueran como tú, qué felices vivirían los ratones!

—¿Y qué haces ahora por estos lugares?— preguntó la zorra al muñeco.

—Esperando a mi papá, que debe de llegar de un momento a otro.

—¿Y tus monedas de oro?

—Las tengo en el bolsillo, menos una que gasté en la posada de El Cangrejo Rojo.

—¡Y pensar que en vez de cuatro monedas podrían ser mañana mil o dos mil!

¿Por qué no sigues mi consejo? ¿Por qué no vamos a sembrarlas en el Campo de los Milagros?

—Hoy es imposible; iremos otro día.

—Otro día será tarde—dijo la zorra.

—¿Por qué?

—Porque ese campo ha sido comprado por un gran señor, que desde mañana no permitirá que nadie siembre dinero.

—¿Cuánto hay desde aquí hasta el Campo de los Milagros?

—No llega a dos kilómetros. ¿Quieres venir? Tardamos en llegar una media hora; siembras en seguida las cuatro monedas, a los pocos minutos recoges dos mil, y te vuelves con los bolsillos bien repletos. ¿Qué? ¿Vienes?

Pinocho vaciló antes de contestar, porque se acordó de la buena Hada, del viejo Goro y de los consejos del grillo-parlante; pero terminó por hacer lo mismo que todos los muchachos que no tienen pizca de juicio ni de corazón; acabo por rascarse la cabeza y decir a la zorra y al gato:

—¡Bueno; me voy con vosotros!

Y marcharon los tres juntos.

Después de haber andado durante medio día llegaron a un pueblo que se llamaba «Engañabobos». Apenas entraron, vio Pinocho que en todas las calles abundaban perros flacos y hambrientos que se estiraban abriendo la boca, ovejas sucias y peladas que temblaban de frío, gallos y gallinas sin cresta y medio desplumados, que pedían de limosna un grano de maíz; grandes mariposas que ya no podían volar por haber vendido sus preciosas alas de brillantes colores, pavo reales avergonzados por el lastimoso estado de su cola y faisanes que lloraban la pérdida de su brillante plumaje de oro y plata.

Entre aquella multitud de mendigos pasaba de vez en cuando alguna soberbia carroza llevando en su interior ya una zorra, ya una urraca ladrona o algún pajarraco de rapiña.

—¿Y dónde está el Campo de los Milagros?— preguntó Pinocho.

—A dos pasos de aquí.

Atravesaron la ciudad, y al salir de ella se metieron por un campo solitario, pero que se parecía como un huevo a otro a todos los demás campos del mundo.

—Ya hemos llegado— dijo la zorra al muñeco—; ahora haz con las manos un hoyo en la tierra, y mete en el las cuatro monedas de oro.

Pinocho obedeció: hizo el hoyo, colocó dentro las cuatro monedas que le quedaban y las cubrió con tierra.

—Ahora—dijo la zorra— vete a ese arroyo cercano y trae un poco de agua para regar la tierra en que has sembrado.

Pinocho fue al arroyo; pero como no tenía a mano ningún cubo se quitó uno de los zapatos y lo llenó de agua, con la cual regó la tierra del hoyo. Después preguntó:

—¿Hay que hacer algo más?

—Nada más respondió la zorra—; ahora ya podemos irnos. Tu te vas a la ciudad, y cuando hayas estado allí unos veinte minutos, vienes otra vez, y encontrarás que ya ha nacido el arbolito, con todas las ramas cargadas de monedas de oro.

Lleno de gozo, el pobre muñeco dio efusivamente las gracias a la zorra y al gato, ofreciéndoles un magnífico regalo.

—No queremos ningún regalo— respondieron aquel par de bribones—; sólo con haberte enseñado el modo de hacerte rico sin trabajo alguno, estamos más contentos que unas Pascuas.

Dicho esto saludaron a Pinocho, y deseándole una buena cosecha, se marcharon.

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