Aventuras de Pinocho

Capítulo 19


Roban a pinocho sus monedas de oro, y además le tienen cuatro meses en la cárcel.

Cuando Pinocho volvió a la ciudad, empezó a contar los minutos uno a uno y ya que creyó que había pasado el tiempo necesario, se puso de nuevo en marcha hacia el Campo de los Milagros.

Andaba con paso rápido, y sentía que su corazón palpitaba con más fuerza que de costumbre, haciendo «tic-tac; tic-tac», como un reloj en marcha. Mientras tanto, pensaba en su interior:

—¡Qué chasco, si me encontrara con que las ramas del árbol tienen dos mil monedas en vez de mil! ¿Y si en vez de dos mil fueran cinco mil? ¿Y si en vez de cinco mil fueran cien mil? ¡Entonces sí que sería un gran señor!

¡Tendría un magnífico palacio, y mil caballitos de cartón en muchas cuadras, automóviles, aeroplanos, y una despensa llena de mantecadas, de almendras garapiñadas, de bombones, de pasteles y de caramelos de los Alpes!

Así fantaseando vio de lejos el Campo de los Milagros, y lo primero que hizo fue mirar si había algún arbolito que tuviera las ramas cargadas de monedas; pero no vio ninguno. Anduvo unos cien pasos más, y nada; entró en el campo, y llegó hasta el mismo sitio donde había hecho el hoyo para enterrar sus monedas de oro; pero, nada, nada y siempre nada. Entonces se quedó pensativo e inquieto y, olvidando las reg]as de urbanidad y de buena crianza, sacó una mano del bolsillo y se rascó largo rato la cabeza.

En aquel instante llegó a sus oídos una gran carcajada. Volviose, y vio en las ramas de un árbol un viejo papagayo que estaba arreglándose con el pico las escasas plumas que le quedaban.

—¿Por qué te ríes?— le preguntó Pinocho encolerizado.

—Me río, porque al peinarme las plumas me he hecho cosquillas debajo del ala.

No respondió el muñeco. Se fue al arroyo, y llenando de agua el mismo zapato de antes regó la tierra que había echado encima de las monedas.

Otra carcajada mayor y mas impertinente que la anterior se oyó en la soledad de aquel campo.

—¡Pero, vamos a ver, papagayo grosero!— gritó exasperado Pinocho—, se puede saber de qué te ríes?

—¡Me río de los tontos que creen todas las patrañas que se les cuenta, y que se dejan engañar estúpidamente por el primero que llega!

—¿Lo dices por mí?

—Sí, lo digo por ti, pobre Pinocho, por ti, que eres tan simple, que has podido creer que el dinero se siembra en el campo y se recoge después, como se hace con las judías y con las patatas. Yo también lo creí una vez, Y por eso estoy hasta sin plumas. Ahora ya sé, aunque tarde, que para tener honradamente unas pesetas hay que saber ganarlas con el propio trabajo, sea en un oficio manual o con el esfuerzo de la inteligencia.

—No te comprendo— dijo el muñeco, que empezaba a temblar de miedo.

—Me explicaré mejor— continuó el papagayo—. Sabe, pues, que mientras tú estabas en la ciudad, volvieron a este campo la zorra y el gato, desenterraron las monedas.y escaparon después como si los llevase el viento.

¡Lo que es ya, cualquiera les alcanza!

Pinocho se quedó como quien ve visiones; mas, no queriendo creer lo que le había dicho el papagayo, comenzó a cavar con las manos la tierra que había regado, y cava que cava, abrió un boquete tan grande como una cueva. Pero las monedas no parecían.

Lleno de desesperación, volvió corriendo a la ciudad, y se fue derechito a presentarse ante el juez para denunciar a los dos ladrones que le habían robado sus monedas.

El juez era un mono de la familia de los gorilas: un mono viejo; muy respetable por su aspecto grave, por su barba blanca, y sobre todo por unos anteojos de oro sin cristales, que usaba desde hacía dos anos, porque padecía una enfermedad de la vista.

Cuando Pinocho estuvo en presencia del juez, contó el engaño de que había sido víctima; dijo los nombres y apellidos y señas personales de los ladrones, y terminó por pedir justicia.

El juez le escuchó con mucha bondad, poniendo gran atención en lo que el muñeco refería. Notose claramente que se enternecía con aquel relato y que sentía verdadera compasión. Cuando Pinocho hubo terminado, alargó la mano y tocó una campanilla.

A esta llamada aparecieron dos perros mastines, vestidos de guardias.

Señalando el juez a Pinocho, les dijo:

—A este pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así, pues, prendedle, y a la cárcel con él.

Quedose Pinocho estupefacto al oír esta sentencia. Quiso protestar; pero no pudo, porque los guardias, para no perder el tiempo inútilmente, le taparon la boca y le llevaron a la cárcel.

Allí permaneció cuatro meses, cuatro interminables meses, y aún hubiera estado mucho más tiempo, si no hubiese sido por un acontecimiento afortunado.

Pues, señor, sucecedió que el joven emperador que reinaba en la ciudad de Engañabobos, para solemnizar una gran victoria que había conseguido: sobre sus enemigos, ordenó que se celebrasen grandes festejos públicos: iluminaciones, fuegos artificiales, carreras de caballos y de bicicletas; y para demostrar su clemencia, dispuso que se abrieran las cárceles y que se pusiera en libertad todos los bribones.

Entonces dijo Pinocho al carcelero:

—Si salen de la cárcel los demás presos, yo también quiero salir.

—Tú no puedes salir, porque no figuras en el número de los…

—Dispense usted—interrumpió Pinocho—; yo soy también un bribón.

—¡Ah, ya! En ese caso, tiene usted mucha razón— contestó respetuosamente el carcelero, quitándose la gorra.

Y abriendo la puerta de la cárcel, dejó salir a Pinocho, haciéndole una profunda reverencia.

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