Aventuras de Pinocho

Capítulo 21


Cae Pinocho en poder de un labrador que le obliga a servir de perro para custodiar un gallinero.

¡Pobre muñeco! Empezó a llorar, a gritar y a lamentarse; pero llantos y gritos eran inútiles, porque en todo el contorno no se veía casa alguna, y por el camino no pasaba alma vivviente.

Se hizo de noche. En parte por el daño grandísimo que le hacían aquellos hierros, apretándole las piernas como unas tenazas, y en parte por el miedo fenomenal de estar solo y de noche en aquel campo, el pobre Pinocho estaba a punto de caer desvanecido.

En esto vio pasar cercade su cabeza una luciérnaga gusano de luz, y le llamó diciéndole:

—¡Gusanito! ¡Precioso gusanito! ¿Quieres hacer la caridad de librarme de este suplico?

—¡Pobre muchacho— exclamó la luciérnaga, acercándose compasiva para mirarle—. ¿Por qué tienes las piernas entre esos hierros tan cortantes:

Porque he entrado en este campo para coger un par de racimos de uva moscatel…

Pero, ¿esas uvas son tuyas?

—No.

—¿Y quién te ha enseñado a tomar lo que no es tuyo?

¡Tenía mucha hambre!

—¡Hijo mío, el tener hambre no es buena razón para apropiarse de lo ajeno.

—¡Es verdad, es verdad!— exclamó Pinocho llorando—. ¡Pero ya no lo haré mas!

En este momento fue interrumpido el diálogo por el ligerísimo rumor de pasos que se acercaba. Era el dueño del campo, que, andando de puntillas, venía a ver si había caído en el cepo alguna de aquellas garduñas que le arrebataban los pollos durante la noche.

Grande fue su asombro cuando, al sacar una linterna que llevaba debajo del capote, vio que en vez de una garduña había caído un muchacho.

—¡Ah, ladronzuelo!— dijo el labrador encolerizado—. ¿Conque eres tú quien me roba las gallinas?

—¡Yo, no; yo, no!— gritó Pinocho sollozando—. ¡Yo he entrado en el campo sólo para tomar dos racimos de uvas!

—El que roba uvas es capaz de robar también gallinas. ¡No tengas cuidado!

¡Voy a darte una lección que no olvidarás en toda tu vida!

Y abriendo el cepa, agarró al muchacho por el cuello y echó a andar camino de su casa.

Al llegar frente a la puerta le dejó caer en una era que había casi a la entrada y dándole dos azotes, dijo:

—Ahora ya es muy tarde, y quiero acostarme: mañana te ajustaré las cuentas. Mientras tanto, como hoy se ha muerto el perro que me hacía la guardia de noche, voy a ponerte en su puesto. Me servirás de perro guardián.

Después de decir esto, le puso al cuello un grueso collar de cuero, erizado de púas de hierro, y se lo apretó de modo que no pudiera quitárselo por la cabeza. El collar estaba sujeto a una larga cadena de hierro, ésta a la pared por el otro extremo.

—Si llueve esta noche— dijo el labrador—, puedes meterte en esa caseta de madera: ahí está la paja que ha servido de cama a mi perro durante cuatro años. ¡Ah! Procura estar bien alerta, y si vienen los ladrones, ladra muy fuerte.

Hecha esta última advertencia, entró el labrador en su casa y cerró la puerta con cerrojo, mientras que el desgraciado Pinocho, más muerto que vivo, quedaba solo en la era, tiritando de frío, de hambre y de miedo. De vez en cuando trataba rabiosamente de meter las manos por entre aquel collar, que le apretaba horriblemente la garganta.

El pobre muñeco decía llorando:

—¡Me está muy bien, pero muy requetebién empleado! ¡He querido hacer vida de perdido, vagabundo; he seguido los consejos de las malas compañías; he sido un niño malo y desobediente, y por eso Dios me castiga! ¡Si hubiera sido un niño bueno y obediente, como lo son otros muchachos; si me hubiera dedicado al estudio y al trabajo; si hubiera permanecido en casa al lado de mi buen papá, no me vería ahora como me veo en medio del campo, teniendo que servir de perro de guarda a un labrador! ¡Oh, si se pudiera nacer otra vez!

¡Pero ya es tarde, y no hay más remedio que tener paciencia!

Después de este pequeño desahogo, que realmente le salía del corazón, se metió en la perrera, y muy poco después se quedó dormido.

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