Cuentos de Maravilla

Los Chivos Porfiados


Los chivos porfiados

Hubo una vez, en tiempo muy remoto, un niño que cuidaba unos chivitos.

Por la mañana los sacaba del establo donde dormían y los llevaba al cerro.

Allí se quedaban paciendo todo el día, y allegar la noche volvían al establo.

Una tarde, ya acercándose la noche, les dio por no moverse de donde estaban. El pobre muchacho trató de mil modos e hizo lo posible para que se volviesen, pero en ninguna forma lo logró.

Por fin, el muchacho se sentó en una roca y se puso a llorar, pues temía que su padre le castigase por no volver con el rebaño a tiempo.

Luego pasó por ahí un conejito y le preguntó:

—¿Por qué lloras?

El muchacho le contestó:

—Lloro porque los chivitos no quieren volver a casa, y mi padre me castigará por llegar tarde.

—Pues yo los haré marchar, no temas, —dijo el conejito.

Pero los chivitos tampoco le hicieron caso.

Entonces dijo el conejito: —Yo también me pongo a llorar.— Y se sentó al lado del niño, y llora que te llora.

Luego vino la zorra y dijo: —¿Por qué lloras, conejito? —Lloro, porque el niño llora, y el niño llora porque no quieren marcharse los chivitos.

—Pues yo los haré marchar.

Y la zorra hizo cuanto pudo para que se marchasen,-pero los chivitos seguían paciendo y no se movían de su sitio.

Entonces dijo la zorra: —yo también me pongo a llorar- Y se sentó al lado del conejito, llorando amargamente.

Después de un rato vino el lobo, y mirando a los tres, preguntó a la zorra:

—¿Por qué lloras?

Y la zorra le contestó: —Lloro, porque llora el conejito; y el conejito llora porque llora el niño; y el niño llora porque los chivitos no quieren volver a casa.

—Pues yo los haré marchar al momento —dijo el lobo. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, los chivitos no le hicieron el menor caso.

Entonces, —dijo el lobo— yo también me pongo a llorar. Y se sentó al lado de la zorra y empezó a llorar.

Y como cada uno de los cuatro lloraba a su manera, el ruido que hacían era espantoso.

Y los chivitos mientras tanto, seguían pace que te pace.

Luego pasó por ahí una abeja, y al oír tamaño escándalo, se tapó los oídos con ambas patitas.

—¿Puede saberse por qué lloras, lobo? —le preguntó la abeja.

—Lloro, porque llora la zorra; y la zorra llora porque llora el conejito; y el conejito llora porque llora el muchacho; y el muchacho llora porque esos chivitos no quieren volver a casa.

—¡Tanto ruido por tan poca cosa!— dijo la abeja. —Ya verán esos porfiados cómo yo los hago marchar a escape.

Entonces todos… el niño y el conejito, la zorra y el lobo dejaron de llorar y soltaron a reír a carcajadas, oyendo lo que decía la abeja, pues, ¿cómo podía ella, siendo tan pequeña, lograr lo que ellos mismos no habían logrado?

La abeja voló hasta donde estaban los chivitos, y se puso a zumbar: ¡z..z..z..z..z.,!

Y a los chivitos les molestó tanto aquel zumbido, que dejaron de pacer, pero todavía no se marcharon.

La abeja se paró entonces en la oreja del chivo más grande y ¡z..z.. zum! le picó tan fuerte, que éste corrió a todo escape, y los demás chivos detrás de él, y no pararon hasta legar al establo. Tanto corrieron, que el muchacho con trabajos los pudo alcanzar.

Y el conejito, y la zorra y el lobo, se quedaron allí, en el cerro, mirándose uno al aro, con la boca abierta, completamente sorprendidos.

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