Cuentos de mi Tía Panchita

XX – TIO CONEJO Y LOS CAITES DE SU ABUELA


Cuentos de mi Tía Panchita

Un día estaba tío Conejo en la montaña, metiéndole mil virutas a tía Palomita Yuré, que lo oía sin pestañear: que él era hijo del rey y que vivía en un palacio de oro y plata: que su padre y su madre usaban una corona más alta que el palo en que estaba parada tía Palomita, con ser que era un palo de guanacaste; que tenía mil ochocientos criados y que cuando le hablaban se ponían de rodillas y le besaban los pies.

Estaba en lo mejor, y la otra con la baba caída, cuando sintió que le echaban garra por detrás y al mismo tiempo un vocerrón gritaba: –¡Ah! Tía Palomita Yuré, ¡Tan vieja y en cartilla! ¿Usté es capaz de comprarle las mentiras a este gran zamarro? ¿No ve que es tío Conejo, más conocido que la ruda?

Tío Conejo volvió a ver y se quedó sin resuello al toparse con tío Tigre, que le dijo:

–Hola, amigó, ¿qué hace Dios de esa vida?

Ajá, ¿con que te cogí asando elotes? Gran tal por cual, lo que es ahora te amolaste. Yo te contaré.

–¡Ah caballada! –pensó tío Conejo–, ¡Y la que me fue a pasar! ¡Aquí sí que no hay tu tía!

Por un si acaso y para ganar tiempo, se hincó con las manos puestas al frente de tío Tigre y se puso a rogarle:

–¿Idiay, tío Tigre, y eso qué es? ¿Acaso yo le he faltado en lo más mínimo? Hágame el favor de decirme si usté no ha sabido que yo siempre con todo el mundo no tengo en la boca sino buenas ausencias suyas. Ayer cabalmente no me lo apié de la boca en todo el santo día: que tío Tigre sí que es valiente, que tío Tigre sí que es nonis para brincar, que tío Tigre sí que es muy gallo…

–Sí, callate labioso. Lo que es conmigo no la socás–. Y dejate de andarme vainas y ajesusiate porque estás en las últimas. Encomiéndelo a Dios, tía Palomita Yuré.

–Bueno, tío Tigre, ¡Qué caray! Yo no le tengo miedo a la muerte. Vea, lo único que le pido es que vaya conmigo a mi casilla para disponer de los cuatro chunches que tengo. Eran de mi abuela y al fin uno le tiene cariñillo a esas cosas y no quiero que un particular vaya a ser el logrado.

–No, no, no. Ya te dije que a mí no me vengás con solfas. Quien no te conoce que te compre. Ajesusiate, te digo.

–¡Is, tío Tigre! No creí que fuera tan mal corazón. A un moribundo no se le niega un capricho, contimás una necesidad como es la de dejar dispuesto los cuatro realillos y los cuatro chunches que uno tiene. Mire, tal vez le guste alguna cosilla y entonces se la deja en mi nombre, lo mismo que la platilla; es una nada, pero de algo le sirve, aunque sea para candelas.

–Es que ya me has hecho muchas, confisgado.

–Vea, tío Tigre, vamos, y usté ve que me puedo zafar, no me deja entrar.

Tío Tigre convino y se llevó a tío Conejo al trompicón.

Tío Conejo iba pensando en el camino: –¡Ay tatica Dios! ¡Ayúdame, a ver cómo me las campaneo para salir se este apuro!

Llegaron a la casilla de tío Conejo y tío Tigre la registró minuciosamente por fuera, y cuando vió que sólo una puerta tenía y que no había otra salida por donde pudiera escabullirse, dejó a tío Conejo entrar y él se echó a la entrada, porque en el interior no cabía.

Convinieron en que tío Conejo pondría las cosas en la puerta para que tío Tigre las tirara del otro lado y las fuera amontonando.

Tío Conejo se puso a hacer que hacía. Al ratito tiró un trapo más sucio que un terrón.

–Allá va el camisón de mi abuela. Si no le sirve, tírelo bien lejos.

Tío Tigre lo cogió con asco y lo tiró bien lejos.

En esto entrecerró los ojos porque hacía mucho sol.

–Allá van las enajuas de mi abuela. Si no le sirven, tírelas bien lejos.

Tío Tigre las cogió y las tiró bien lejos.

–Allá va la petaca de mi abuela. Si no le sirve, tírela bien lejos.

Tío Tigre la tiró bien lejos.

Tío Conejo se echó por el suelo y sacando las orejas, gritó: –Allá van los caites de mi abuela.

Si no le sirven, tírelos bien lejos.

Tío Tigre sin fijarse los agarró y tiró lo que era, lejos.

Cuando oyó tío Tigre fue que le gritaron de un montazal:

–Adiós, tío Tigre… y que le aproveche… Volvió la cabeza tío Tigre y ¡Va viendo! los caites de la abuela que se las caiteaban por entre un potrero.

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