Capítulo 9 – LA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGA
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–¡No sabes lo contenta que estoy de volver a verte, querida mía! –dijo la Duquesa, mientras cogía a Alicia cariñosamente del brazo y se la llevaba a pasear con ella.
Alicia se alegró de encontrarla de tan buen humor, y pensó para sus adentros que quizá fuera sólo la pimienta lo que la tenía hecha una furia cuando se conocieron en la cocina. «Cuando yo sea Duquesa», se dijo (aunque no con demasiadas esperanzas de llegar a serlo), «no tendré ni una pizca de pimienta en mi cocina. La sopa está muy bien sin pimienta… A lo mejor es la pimienta lo que pone a la gente de mal humor», siguió pensando, muy contenta de haber hecho un nuevo descubrimiento, «y el vinagre lo que hace a las personas agrias.,. y la manzanilla lo que las hace amargas… y… el regaliz y las golosinas lo que hace que los niños sean dulces. ¡Ojalá la gente lo supiera! Entonces no serían tan tacaños con los dulces…»
Entretanto, Alicia casi se había olvidado de la Duquesa, y tuvo un pequeño sobresalto cuando oyó su voz muy cerca de su oído.
–Estás pensando en algo, querida, y eso hace que te olvides de hablar. No puedo decirte en este instante la moraleja de esto, pero la recordaré en seguida.
–Quizá no tenga moraleja –se atrevió a observar Alicia.
–¡Calla, calla, criatura! -dijo la Duquesa–. Todo tiene una moraleja, sólo falta saber encontrarla.
Y se apretujó más estrechamente contra Alicia mientras hablaba. A Alicia no le gustaba mucho tenerla tan cerca: primero, porque la Duquesa era muy fea; y, segundo, porque tenía exactamente la estatura precisa para apoyar la barbilla en el hombro de Alicia, y era una barbilla puntiaguda de lo más desagradable. Sin embargo, como no le gustaba ser grosera, lo soportó lo mejor que pudo.
–La partida va ahora un poco mejor –dijo, en un intento de reanudar la conversación.
–Así es –afirmó la Duquesa–, y la moraleja de esto es… «Oh, el amor, el amor. El amor hace girar el mundo.»
–Cierta persona dijo –rezongó Alicia– que el mundo giraría mejor si cada uno se ocupara de sus propios asuntos.
–Bueno, bueno. En el fondo viene a ser lo mismo –dijo la Duquesa, y hundió un poco más la puntiaguda barbilla en el hombro de Alicia al añadir–: Y la moraleja de esto es…
«¡Qué manía en buscarle a todo una moraleja!», pensó Alicia.
–Me parece que estás sorprendida de que no te pase el brazo por la cintura –dijo la Duquesa tras unos instantes de silencio–. La razón es que tengo mis dudas sobre el carácter de tu flamenco. ¿Quieres que intente el experimento?
–A lo mejor le da un picotazo –replicó prudentemente Alicia, que no tenía las menores ganas de que se intentara el experimento.
–Es verdad –reconoció la Duquesa–. Los flamencos y la mostaza pican. Y la moraleja de esto es: «Pájaros de igual plumaje hacen buen maridaje».
–Sólo que la mostaza no es un pájaro –observó Alicia.
–Tienes toda la razón –dijo la Duquesa–. ¡Con qué claridad planteas las cuestiones!
–Es un mineral, creo –dijo Alicia.
–Claro que lo es –asintió la Duquesa, que parecía dispuesta a estar de acuerdo con todo lo que decía Alicia–. Hay una gran mina de mostaza cerca de aquí. Y la moraleja de esto es…
–¡Ah, ya me acuerdo! –exclamó Alicia, que no había prestado atención a este último comentario–. Es un vegetal. No tiene aspecto de serlo, pero lo es.
–Enteramente de acuerdo –dijo la Duquesa–, y la moraleja de esto es: «Sé lo que quieres parecer» o, si quieres que lo diga de un modo más simple: «Nunca imagines ser diferente de lo que a los demás pudieras parecer o hubieses parecido ser si les hubiera parecido que no fueses lo que eres».
–Me parece que esto lo entendería mejor –dijo Alicia amablemente– si lo viera escrito, pero tal como usted lo dice no puedo seguir el hilo.
–¡Esto no es nada comparado con lo que yo podría decir si quisiera! –afirmó la Duquesa con orgullo.
–¡Por favor, no se moleste en decirlo de una manera más larga! –imploró Alicia.
–¡Oh, no hables de molestias! –dijo la Duquesa–. Te regalo con gusto todas las cosas que he dicho hasta este momento.
«¡Vaya regalito!», pensó Alicia. «¡Menos mal que no existen regalos de cumpleaños de este tipo!» Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.
–¿Otra vez pensativa? –preguntó la Duquesa, hundiendo un poco más la afilada barbilla en el hombro de Alicia.
–Tengo derecho a pensar, ¿no? –replicó Alicia con acritud, porque empezaba a estar harta de la Duquesa.
–Exactamente el mismo derecho dijo la Duquesa– que el que tienen los cerdos a volar, y la mora…
Pero en este punto, con gran sorpresa de Alicia, la voz de la Duquesa se perdió en un susurro, precisamente en medio de su palabra favorita, «moraleja», y el brazo con que tenía cogida a Alicia empezó a temblar. Alicia levantó los ojos, y vio que la Reina estaba delante de ellas, con los brazos cruzados y el ceño tempestuoso.
–¡Hermoso día, Majestad! –empezó a decir la Duquesa en voz baja y temblorosa.
–Ahora vamos a dejar las cosas bien claras rugió la Reina, dando una patada en el suelo mientras hablaba–: ¡O tú o tu cabeza tenéis que desaparecer del mapa! ¡Y en menos que canta un gallo! ¡Elige!
La Duquesa eligió, y desapareció a toda prisa.
–Y ahora volvamos al juego –le dijo la Reina a Alicia.
Alicia estaba demasiado asustada para decir esta boca es mía, pero siguió dócilmente a la Reina hacia el campo de croquet.
Los otros invitados habían aprovechado la ausencia de la Reina, y se habían tumbado a la sombra, pero, en cuanto la vieron, se apresuraron a volver al juego, mientras la Reina se limitaba a señalar que un segundo de retraso les costaría la vida.
Todo el tiempo que estuvieron jugando, la Reina no dejó de pelearse con los otros jugadores, ni dejó de gritar «¡Que le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la cabeza!» Aquellos a los que condenaba eran puestos bajo la vigilancia de soldados, que naturalmente tenían que dejar de hacer de aros, de modo que al cabo de una media hora no quedaba ni un solo aro, y todos los jugadores, excepto el Rey, la Reina y Alicia, estaban arrestados y bajo sentencia de muerte.
Entonces la Reina abandonó la partida, casi sin aliento, y le preguntó a Alicia :
–¿Has visto ya a la Falsa Tortuga?
–No –dijo Alicia–. Ni siquiera sé lo que es una Falsa Tortuga.
–¿Nunca has comido sopa de tortuga? –preguntó la Reina–. Pues hay otra sopa que parece de tortuga pero no es de auténtica tortuga. La Falsa Tortuga sirve para hacer esta sopa.
–Nunca he visto ninguna, ni he oído hablar de ella –dijo Alicia.
–¡Andando, pues! –ordenó la Reina–. Y la Falsa Tortuga te contará su historia.
Mientras se alejaban juntas, Alicia oyó que el Rey decía en voz baja a todo el grupo: «Quedáis todos perdonados.» «¡Vaya, eso sí que está bien!», se dijo Alicia, que se sentía muy inquieta por el gran número de ejecuciones que la Reina había ordenado.
Al poco rato llegaron junto a un Grifo, que yacía profundamente dormido al sol. (Si no sabéis lo que es un grifo, mirad el dibujo).
–¡Arriba, perezoso! –ordenó la Reina–. Y acompaña a esta señorita a ver a la Falsa Tortuga y a que oiga su historia. Yo tengo que volver para vigilar unas cuantas ejecuciones que he ordenado.
Y se alejó de allí, dejando a Alicia sola con el Grifo. A Alicia no le gustaba nada el aspecto de aquel bicho, pero pensó que, a fin de cuentas, quizás estuviera más segura si se quedaba con él que si volvía atrás con el basilisco de la Reina. Así pues, esperó.
El Grifo se incorporó y se frotó los ojos; después estuvo mirando a la Reina hasta que se perdió de vista; después soltó una carcajada burlona.
–¡Tiene gracia! –dijo el Grifo, medio para sí, medio dirigiéndose a Alicia.
–¿Qué es lo que tiene gracia? –preguntó Alicia.
–Ella –contestó el Grifo. Todo son fantasías suyas. Nunca ejecutan a nadie, sabes. ¡Vamos!
«Aquí todo el mundo da órdenes», pensó Alicia, mientras lo seguía con desgana.
«¡No había recibido tantas órdenes en toda mi vida! ¡Jamás!»
No habían andado mucho cuando vieron a la Falsa Tortuga a lo lejos, sentada triste y solitaria sobre una roca, y, al acercarse, Alicia pudo oír que suspiraba como si se le partiera el corazón. Le dio mucha pena.
–¿Qué desgracia le ha ocurrido? –preguntó al Grifo.
Y el Grifo contestó, casi con las mismas palabras de antes:
–Todo son fantasías suyas. No le ha ocurrido ninguna desgracia, sabes. ¡Vamos!
Así pues, llegaron junto a la Falsa Tortuga, que los miró con sus grandes ojos llenos de Iágrimas, pero no dijo nada.
–Aquí esta señorita -explicó el Grifo– quiere conocer tu historia.
–Voy a contársela –dijo la Falsa Tortuga en voz grave y quejumbrosa–. Sentaos los dos, y no digáis ni una sola palabra hasta que yo haya terminado.
Se sentaron pues, y durante unos minutos nadie habló. Alicia se dijo para sus adentros: «No entiendo cóma va a poder terminar su historia, si no se decide a empezarla». Pero esperó pacientemente.
–Hubo un tiempo –dijo por fin la Falsa Tortuga, con un profundo suspiro– en que yo era una tortuga de verdad.
Estas palabras fueron seguidas por un silencio muy largo, roto sólo por uno que otro graznido del Grifo y por los constantes sollozos de la Falsa Tortuga. Alicia estaba a punto de levantarse y de decir: «Muchas gracias, señora, por su interesante historia», pero no podía dejar de pensar que tenía forzosamente que seguir algo más, conque siguió sentada y no dijo nada.
–Cuando éramos pequeñas –siguió por fin la Falsa Tortuga, un poco más tranquila, pero sin poder todavía contener algún sollozo–, íbamos a la escuela del mar. El maestro era una vieja tortuga a la que llamábamos Galápago.
–¿Por qué lo llamaban Galápago, si no era un galápago? –preguntó Alicia.
–Lo llamábamos Galápago porque siempre estaba diciendo que tenía a «gala» enseñar en una escuela de «pago» –explicó la Falsa Tortuga de mal humor–. ¡Realmente eres una niña bastante tonta!
–Tendrías que avergonzarte de ti misma por preguntar cosas tan evidentes –añadió el Grifo.
Y el Grifo y la Falsa Tortuga permanecieron sentados en silencio, mirando a la pobre Alicia, que hubiera querido que se la tragara la tierra. Por fin el Grifo le dijo a la Falsa Tortuga:
–Sigue con tu historia, querida. ¡No vamos a pasarnos el día en esto!
Y la Falsa Tortuga siguió con estas palabras:
–Sí, íbamos a la escuela del mar, aunque tú no lo creas…
–¡Yo nunca dije que no lo creyera! –la interrumpió Alicia.
–Sí lo hiciste –dijo la Falsa Tortuga. –¡Cállate esa boca! –añadió el Grifo, antes de que Alicia pudiera volver a hablar.
La Falsa Tortuga siguió:
–Recibíamos una educación perfecta… En realidad, íbamos a la escuela todos los días…
–También yo voy a la escuela todos los días –dijo Alicia–. No hay motivo para presumir tanto.
–¿Una escuela con clases especiales? –preguntó la Falsa Tortuga con cierta ansiedad.
–Sí –contestó Alicia. Tenemos clases especiales de francés y de música.
–¿Y lavado? –preguntó la Falsa Tortuga.
–¡Claro que no! –protestó Alicia indignada.
–¡Ah! En tal caso no vas en realidad a una buena escuela –dijo la Falsa Tortuga en tono de alivio–. En nuestra escuela había clases especiales de francés, música y lavado.
-No han debido servirle de gran cosa –observó Alicia–, viviendo en el fondo del mar.
–Yo no tuve ocación de aprender –dijo la Falsa Tortuga con un suspiro–. Sólo asistí a las clases normales.
–¿Y cuales eran esos? –preguntó Alicia interesada.
–Nos enseñaban a beber y a escupir, naturalmente. Y luego, las diversas materias de la aritmética: a saber, fumar, reptar, feificar y sobre todo la dimisión.
–Jamás oí hablar de feificar –respondió Alicia.
El Grifo se alzó sobre dos patas, muy asombrado:
–¡Cómo! ¿Nunca aprendiste a feificar? Por lo menos sabrás lo que significa «embellecer».
–Pues… eso sí, quiere decir hacer algo más bello de lo que es.
–Pues –respondió el Grifo triunfalmente-, si no sabes ahora lo que quiere decir feificar es que estás completamente tonta.
Con lo cual cerró la boca a Alicia, la que ya no se atrevió a seguir preguntando lo que significaban las cosas. Dijo a la Falsa Tortuga:
–¿Qué otras cosas aprendías allí?
–Pues aprendía Histeria, histeria antigua y moderna. También Mareografía, y dibujo. El profesor era un congrio que venía a darnos clase una vez por semana y que nos enseñó eso, más otras cosas, como la tintura al bóleo.
–¿Y eso qué es? –preguntó Alicia.
–No puedo hacerte una demostración, ya que ahora estoy muy baja de forma –respondió la Falsa Tortuga. Y el Grifo, como él mismo podrá decirte, nunca aprendió a tintar al bóleo.
–Nunca tuve tiempo suficiente –se excusó el Grifo. –Pero sí que iba a las clases de Letras. Y teníamos un maestro que era un gran maestro, un viejo cangrejo. –Nunca fuí a sus clases –dijo la Falsa Tortuga lloriqueando–, dicen que enseñaba patín y riego.
–Sí, sí que lo hacía –respondió el Grifo. Y las dos se taparon la cabeza con las patas, muy soliviantadas.
–¿Cuantas horas al día duraban esas lecciones? –preguntó Alicia interesada, aunque no lograba entender mucho qué eran aquellas asignaturas tan raras, o si es que no sabían pronunciar. Tintura al bóleo debería ser pintura al óleo, y patín y riego serían latín y griego, pero lo que es las otras, se le escapaban.
–Teníamos díez horas al día el primer día. Luego, el segundo día, nueve y así sucesivamente.
–Pues me resulta un horario muy extraño –observó la niña.
–Por eso se llamaban cursos, no entiendes nada. Se llamaban cursos porque se acortaban de día en día.
Eso resultaba nuevo para Alicia y antes de hacer una nueva pregunta le dio unas cuantas vueltas al asunto.
Por fín preguntó:
–Entonces, el día once, sería fiesta, claro.
–Naturalmente que sí –respondió la Falsa Tortuga.
–¿Y el doceavo?
–Basta de cursos ya –ordenó el Grifo autoritariamente. –Cuéntale ahora algo sobre los juegos.
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