ESPASMO II: EL DISCURSO DEL CAPITÁN
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Al capitán todos le ponían en el alto candelero. ¡Qué porte, qué soltura y qué gracia!, y ¡tan solemne también! Cualquiera podía ver que era un sabio sólo con mirarle a la cara. Había comprado un gran mapa que representaba el mar y en el que no había vestigio de tierra; y la tripulación se puso contentísima al ver que era un mapa que todos podían entender. “¿De qué sirven los polos, los ecuadores, los trópicos, las zonas y los meridianos de Mercator? Así gritaba el capitán. Y la tripulación respondía: “¡No son más que signos convencionales!” “¡Otros mapas tienen formas, con sus islas y sus cabos! ¡Pero hemos de agradecer a nuestro valiente capitán el habernos traído el mejor —añadían—, uno perfecto y absolutamente en blanco!” PLANO DEL OCEANO Esto era encantador, sin duda, pero enseguida descubrieron que su capitán, en quien todos confiaban ciegamente, sólo tenía una noción de cómo cruzar el Océano, y ésta era ir tocando la campana. Era pensativo y serio, pero las órdenes que daba bastaban para desconcertar a toda la tripulación. Cuando ordenaba: “¡Rumbo a estribor, pero mantengan la proa a babor!”, ¿qué diablos debía hacer el timonel? También, a veces, solían confundir el bauprés y el timón, cosa que, según hizo notar el capitán, ocurría con frecuencias en climas tropicales cuando el barco está, por así decirlo, “esnarkado”. Pero el problema principal estaba en la navegación, y el capitán, perplejo y acongojado, confesó que esperaba que, al menos, cuando el viento soplara hacia el este, el barco no enfilara hacia el oeste. Pero el peligro había pasado; por fin habían desembarcado con sus baúles, maletas y sacos. Sin embargo, la tripulación no quedó complacida con lo que a primera vista descubrió: ¡despeñaderos y precipicios! El capitán intuyó que estaban bajos de moral y, con tono musical, les explicó algunos chistes que reservaba para momentos de infortunio. Pero la tripulación no dejó de lamentarse. Sirvió a todos generosas copas de ponche y les propuso sentarse en la playa. Y todos convinieron en que su capitán tenía un porte sublime, allí firme, aprestándose a soltar su discurso. “¡Amigos, romanos y paisanos, prestadme vuestros oídos!” (Todos eran muy aficionados a las citas; así pues, brindaron a su salud y le dieron tres hurras. Él, agradecido, les sirvió algo más de ponche.) “¡Hemos navegado muchos meses, hemos navegado muchas semanas (cuatro semanas cada mes, recordadlo), pero hasta el momento (y os lo dice vuestro capitán) ni hemos visto ni olido al snark!” “¡Hemos navegado muchas semanas, hemos navegado muchos días (siete días cada semana, os lo aseguro), pero hasta ahora ni un snark sobre el que posar nuestra amorosa mirada!” “Venid y escuchad mientras os repito las cinco señales inconfundibles por las que reconoceréis con plena garantía, donde quiera que estéis, el genuino snark. “Digámoslas por orden. La primera es su sabor, que es escaso y hueco, pero crujiente como un abrigo que estuviese demasiado ajustado en la cintura, con aroma a fuego fatuo. “Tiene el hábito de levantarse tarde; estaréis de acuerdo en que lo lleva demasiado lejos cuando os diga que, a menudo, se desayuna para el té de las cinco y que come al día siguiente. “La tercera es su lentitud para entender un chiste. Si te aventuras a explicarle uno, suspirará como lo haría alguien profundamente desdichado, y siempre se pone serio ante un juego de palabras. “La cuarta es su afición a las máquinas de baño. ¡Siempre carga con una tras él! Y está convencido de que añaden belleza al panorama; una opinión discutible, a mi entender. “La quinta es la ambición. Ahora convendrá describir las diferentes especies, distinguiendo los que tienen plumas y muerden de aquellos otros que tienen bigotes y arañan. “Pues aunque los snarks corrientes no hacen ningún daño, creo que es mi obligación advertir que algunos son buchams…” El capitán se interrumpió alarmado. ¡El panadero se había desmayado!
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