ESPASMO IV: LA CAZA
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El capitán frunció el ceño y arqueó una ceja. “¡Ya podías haber hablado antes! ¡Es excesivamente torpe mencionarlo ahora que, por así decirlo, tenemos al snark al alcance de la mano! “Nos entristeceríamos mucho, como puedes figurarte, si nunca más se te volviera a encontrar. Pero, sin duda, amigo, podrías haberlo mencionado cuando empezó la expedición. “Es excesivamente torpe mencionarlo ahora, como creo haberte dicho ya.” Y el hombre a quien llamaba ¡Eh! Replicó suspirando: “Le informé el mismo día en que embarqué. “Podéis acusarme de asesinato o de falta de buen sentido; todos somos débiles en ocasiones. Pero entre mis defectos jamás estuvo dar falsas excusas. “Lo dije en hebreo, luego en holandés, después en alemán y en griego también; pero olvidé completamente, y eso me mortifica, ¡que es inglés lo que habla usted!” “Es una historia muy triste”, dijo el capitán, con una cara larguísima, “pero ahora que has terminado de contar tu caso sería simplemente absurdo alargar el debate. “El resto de mi discurso —les explicó—, lo oiréis cuando tenga tiempo para contároslo. Pero el snark está cerca, permitidme que os lo repita, ¡y es vuestra gloriosa obligación encontrarlo!” “Buscadlo con dedales; buscadlo con cuidado; acosadlo con tenedores y esperanza; amenazadlo con una acción de los ferrocarriles; cautivadlo con sonrisas y jabón. “Ya que el snark es una criatura muy peculiar, que no se deja atrapar de cualquier manera, haced todo cuanto sepáis, e intentad todo cuanto no sepáis. ¡Hoy no debemos desperdiciar ninguna oportunidad!” “Pues Inglaterra espera… ¡Me abstengo de seguir! Esta es una frase tremenda, pero trasnochada. Así que lo mejor será que saquen de sus equipajes cuanto necesiten y se pertrechen para la lucha.” Entonces el banquero endosó un cheque en blanco y lo barró, y cambió su calderilla en billetes. El panadero peinó con esmero sus bigotes y su pelo, y se sacudió el polvo de los siete abrigos. El limpiabotas y el tasador afilaban el azadón, turnándose en la rueda de afilar. Sin embargo, el castor siguió haciendo encaje y no demostró interés por el asunto, a pesar de que el abogado intentó apelar a su orgullo, y en vano le fue citando varios casos que demostraban que hacer encaje infringía la ley. El que hacía sombreros, hecho una fiera, pensaba cómo colocar lacitos de una manera nueva, mientras que el empleado de los billares, con mano temblorosa se pintaba con tiza la punta de la nariz. El carnicero se pudo nervioso y se vistió, con mucha elegancia, guantes de cabritilla y una gorguera bien rizada. Dijo que se sentía como quien va a cenar fuera, a lo que el capitán respondió que era una bobada. “Presentádmelo”, dijo, “si por casualidad lo encontramos juntos.” Y el capitán, asintiendo sagazmente con la cabeza, dijo: “Eso depende del tiempo que haga.” El castor simplemente siguió desfilando con aire triunfal al ver al carnicero tan tímido; e incluso el panadero, aunque era estúpido y gordo, se esforzó en guiñar un ojo. “¡Sé un hombre!”, bramó iracundo el capitán al ver que el carnicero comenzaba a gimotear. “Si encontramos un chabchab, ese desesperante pájaro, ¡necesitaremos de todas nuestras fuerzas para la tarea!”
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