ESPASMO V: LA LECCIÓN DEL CASTOR
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Lo buscaron con dedales, lo buscaron con cuidado. Lo persiguieron con tenedores y con esperanza. Lo amenazaron con una acción de los ferrocarriles. Lo cautivaron con sonrisas y jabón. Entonces al carnicero se le ocurrió un ingenioso plan para hacer una incursión por su cuenta; y eligió un lugar poco frecuentado por el hombre: un lúgubre y desolado valle. Pero al castor se le había ocurrido el mismísimo plan y había escogido el mismísimo lugar. Sin embargo, ninguno reveló, con gestos o con palabras, el disgusto que reflejaban sus caras. Ambos tenían una única idea: el snark y la gloriosa tarea del día; y cada uno intentó aparentar que no se daba cuenta de que el otro iba por el mismo camino. El valle comenzaba a estrecharse, y aún se estrechó más, y el atardecer se hizo más frío y oscuro, hasta que, debido a los nervios, no a su buena voluntad, terminaron por avanzar hombro con hombro. Entonces, un alarido profundo y penetrante desgarró el estremecido cielo, y ellos supieron que algún peligro les acechaba. El castor palideció hasta la punta de su cola, ý hasta el carnicero sintió una extraña desazón. Pensó en su infancia, dejada atrás ya hacía mucho, esa etapa inocente y feliz. El sonido le recordó vivamente el rechinar de un lápiz sobre la pizarra. “Es la voz del chabchab”, gritó de repente el hombre a quien solían llamar zopenco. Y añadió con orgullo: “Como os diría el capitán, ya expresé mi opinión una vez. “¡Es el canto del chabchab! Id contando, os lo suplico, y veréis que os o he dicho dos veces. “¡Es la canción del chabchab! La prueba es total, pues con ésta os lo he dicho tres veces.” El castor había contado con escrupuloso cuidado, escuchando cada palabra; pero claramente se descorazonó y silbinchó [silbar+deshincharse] desesperado al oír la tercera repetición. A pesar de los esfuerzos que aplicó al empeño, se dio cuenta de que había perdido al cuenta; y ahora lo único que podía hacer era exprimir sus pocos sesos y empezar a contar otra vez. “Sumaré dos más uno, si es que sé hacerlo con los dedos y los pulgares”, se dijo, recordando con lágrimas en los ojos cómo años atrás había descuidado la aritmética. “Eso puede hacerse”, dijo el carnicero. “Creo que ha de hacerse, estoy seguro. ¡Se hará! Tráeme la mejor tinta y papel que encuentres.” El castor trajo papel, carpeta, plumas y tinta, para que no faltara de nada. Y mientras calculaban, extrañas criatura reptantes salían de sus madrigueras y les miraban con ojos de sorpresa. El carnicero estaba tan absorto escribiendo, con una pluma en cada mano, que ni reparó en ellas, y se explicaba en un estilo tan sencillo que el castor comprendía muy bien. “Tomaremos el tres como objeto de nuestro razonamiento; me parece un número muy conveniente. Tras sumarle siete y diez, lo multiplicaremos por mil menos ocho. “Dividiremos, como verás, el producto por novecientos noventa y dos. Luego le restaremos diecisiete, y la respuesta debe ser exacta y perfectamente verdadera. “Te explicaría encantado el método empleado, ahora que aún me acuerdo muy bien: pero ni tengo tiempo, ni tu tienes cerebro. ¡Y habría tanto que explicar! “En un momento he desvelado lo que hasta ahora estaba envuelto en el misterio, y por el mismo precio te daré una lección de historia natural.” Y siguió el carnicero con brillantez diciendo así, sin tener en cuenta las normas de urbanidad, pues olvidó que instruir sin haber sido presentados causaría un escalofrío en sociedad: “El chabchab es un pájaro de temperamento desesperante, ya que vive en perpetua pasión. Sus gustos en el vestir son un completo absurdo; ¡va siglos por delante de la moda! “Pero reconoce a cualquier amigo a quien haya visto anteriormente alguna vez. Nunca se dejaría sobornar. Y en los tés de caridad siempre se pone en la puerta a recoger los donativos, aunque no aporta nada de su bolsillo. “Una vez guisado, su sabor es mucho más exquisito que el del cordero, las ostras o los huevos; algunos creen que se conserva mejor en un jarro de marfil, y otros, que en barrilillos de caoba. “Se cuece en serrín, se sazona en pegamento y se espesa con saltamontes y cintas, sin olvidar nunca lo principal, que es preservar su forma simétrica.” El carnicero hubiera seguido encantado hablando hasta el día siguiente, pero creyó que la lección debía terminar. Y lloró de alegría al intentar decir que consideraba al castor su amigo. El castor, a su vez, confesó, con una afectuosa mirad, más elocuente que las lágrimas, que había aprendido en diez minutos más que lo que todos los libros le harían enseñado en setenta años. Regresaron de la mano, y el capitán, momentáneamente desarmado por la noble emoción, dijo: “¡Esto compensa ampliamente los fatigosos días pasados sobre el ondulado océano!” Amigos como lo llegaron a ser el castor y el carnicero, casi nunca se han conocido. Y fuese invierno o verano, jamás se veía a uno sin el otro. Y cuando llegaban las riñas —pues siempre hay enfados por mucho que se intente evitarlos—, evocaban el canto del chabchab y se juraban eterna amistad.
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