A Través del Espejo

Capítulo 9 – ALICIA REINA


–¡Vaya! ¡Esto sí que es bueno! –exclamó Alicia–. Nunca supuse que llegaría a ser una reina tan pronto…, y ahora le diré lo que pasa, Majestad –continuó con severo tono (siempre le había gustado bastante regañarse a sí misma)–. Simplemente, ¡qué no puede ser esto de andar rodando por la hierba así no más! ¡Las reinas, ya se sabe, han de guardar su dignidad!

Se puso en pie y se paseó un poco…, algo tiesa al principio, pues tenía miedo de que se le fuera a caer la corona; pero pronto se animó pensando que después de todo no había nadie que la viera. –Y si de verdad soy una reina –dijo mientras se sentaba de nuevo– ya me iré acostumbtando con el tiempo.

Todo estaba sucediendo de manera tan poco usual que no se sintió nada sorprendida al encontrarse con que la Reina roja y la Reina blanca estaban ambas sentadas, una a cada lado, junto a ella; tenía muchas ganas de preguntarles cómo habían llegado hasta ahí, pero tenía miedo de que eso no fuese lo más correcto. –Pero, en cambio –pensó– no veo nada malo en preguntarles si se ha acabado ya la partida. Por favor, ¿querría decirme si… –empezó en voz alta, mirando algo cohibida a la Reina roja.

–¡No hables hasta que alguien te dirija la palabra! –la interrumpió bruscamente la Reina.

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–Pero si todo el mundo siguiera esa regla –objetó Alicia que estaba siempre dispuesta a discutir un poco– y si usted sólo hablara cuando alguien le hablase, y si la otra persona estuviera siempre esperando a que usted empezara a hablar primero, ya ve: nadie diría nunca nada, de forma que…

–¡Ridículo! –gritó la Reina–. iNiña! ¡Es que no ves que…? –pero dejó de hablar, frunciendo las cejas y después de cavilar un poco, cambió súbitamente el tema de la conversación–. ¿Qué has querido decir con eso de que «si de verdad eres una Reina»? ¿Con qué derecho te atribuyes ese título? ¿Es que no sabes que hasta que no pases el consabido examen no puedes ser Reina? Y cuanto antes empecemos, ¡mejor para todos!

–Pero si yo sólo dije que «si fuera»… –se excusó Alicia lastimeramente.

Las dos reinas se miraron, y la roja observó con un respingo: –Dice que sólo dijo que «si fuera»…
–¡Pero si ha dicho mucho más que eso! –gimió la Reina blanca, retorciéndose las manos–. ¡Ay! ¡Tanto, tanto más que eso!

–Así es; ya lo sabes –le dijo la Reina roja a Alicia–. Di siempre la verdad…, piensa antes de hablar…, no dejes de anotarlo todo siempre después.

–Estoy convencida de que nunca quise darle un sentido… –empezó a responder Alicia; pero la Reina roja la interrumpió impacientemente.

–¡Eso es precisamente de lo que me estoy quejando! ¡Debiste haberle dado algún sentido! ¿De qué sirve una criatura que no tiene sentido? Si hasta los chistes tienen su sentido…, y una niña es más importante que un chiste, supongo, ¿no? Eso sí que no podrás negarlo, ni aunque lo intentes con ambas manos.

–Nunca niego nada con las manos –protestó molesta Alicia.

Nadie ha dicho que lo hicieras –replicó la Reina roja–. Dije que no podrías hacerlo ni aunque quisieras.

–Parece que le ha dado por ahí –comentó la Reina blanca–. Le ha dado por ponerse a negarlo todo…, sólo que no sabe por dónde empezar.

–¡Un carácter desagradable y desabrido! –observó la Reina roja; y se quedaron las tres durante un minuto o dos sumidas en incómodo silencio.

La Reina roja rompió el silencio diciéndole a la blanca: Te invito al banquete que dará Alicia esta tarde.

La Reina blanca le devolvió una sonrisa desvahida y le contestó: –Y yo te invito a ti.

–Es la primera noticia que tengo de que vaya yo a dar una fiesta –intercaló Alicia– pero si va a haber una me parece que soy yo la que debe de invitar a la gente.

–Ya te dimos la oportunidad de hacerlo –observó la Reina roja– pero mucho me temo que no te han dado aún bastantes lecciones de buenos modales.

–Los buenos modales no se aprenden en las lecciones –corrigió Alicia–. Lo que se enseña en las lecciones es a sumar y cosas por el estilo.

–¿Sabes sumar? –le preguntó la Reina blanca–. ¿Cuánto es uno y uno y uno y uno y uno y uno y uno y uno?

–No sé –dijo Alicia– he perdido la cuenta.

–No sabe sumar –interrumpió la Reina roja–. ¿Sabes restar? ¿Cuánto es ocho menos nueve?

–Restarle nueve a ocho no puede ser, ya sabe –replicó Alicia vivamente– pero, en cambio…

–Tampoco sabe restar –concluyó la Reina blanca–.

¿Sabes dividir? Divide un pan con un cuchillo…, ¡a ver si sabes contestar a eso!

–Supongo que… –estaba empezando a decir Alicia, pero la Reina roja contestó por ella–: Pan y mantequilla, por supuesto. Prueba hacer otra resta: quítale un hueso a un perro y, ¿qué queda?

Alicia consideró el problema: –Desde luego el hueso no va a quedar si se lo quito al perro…, pero el perro tampoco se quedaría ahí si se lo quito; vendria a morderme…, y en ese caso, ¡estoy segura de que yo tampoco me quedaría!

–Entonces, según tú, ¡no quedaría nada? –insistió la Reina roja.

–Creo que esa es la contestación.

–Equivocada, como de costumbre –concluyó la Reina roja–. Quedaría la paciencia del perro.

–Pero no veo cómo…

–¿Qué cómo? ¡Pues así! –gritó la Reina roja-. El perro perdería la paciencia, ¿no es verdad?

–Puede que sí –replicó Alicia con cautela.

–Entonces si el perro se va, ¡tendria que quedar ahí la paciencia que perdió! –exclamó triunfalmente la Reina roja.

Alicia objetó con la mayor seriedad que pudo: –Pudiera ocurrir que ambos fueran por caminos dístintos–. Sin embargo, no pudo remediar el pensar para sus adentros–: Pero, ¡qué sarta de tonterías que estamos diciendo!

–¡No tiene ni idea de matemáticas! –sentenciaron enfáticamente ambas reinas a la vez.

–¿Sabe usted sumar acaso? –dijo Alicia, volviéndose súbitamente hacia la Reina blanca, pues no le gustaba nada tanta crítica.

A la Reina se le cortó la respiración y cerró los ojos: –Sé sumar –aclaró– si me das el tiempo suficiente… Pero no sé restar de ninguna manera.

–¿Supongo que sabrás tu A B C? –intimó la Reina roja.

–¡Pues no faltaba más! –respondió Alicia.

Yo también –le susurró la Reina blanca al oído–: lo repasaremos juntas, querida; y te diré un secreto… ¡Sé leer palabras de una letra! ¿No te parece estupendo? Pero en todo caso, no te desanimes, que también llegarás tú a hacerlo con el tiempo.

Al llegar a este punto, la Reina roja empezó de nuevo a examinar: –¿Sabes responder a preguntas prácticas? ¿Cómo se hace el pan?

–¡Eso sí que lo sé! –gritó Alicia muy excitada–. Se toma un poco de harina…

–¡Qué barbaridad! ¡Cómo vas a beber harina! –se horrorizó la Reina blanca.

–Bueno, no quise decir que se beba sino que se toma así con la mano, después de haber molido el grano…

–¡No sé por qué va a ser un gramo y no una tonelada! –siguió objetando la Reina blanca–. No debieras dejar tantas cosas sin aclarar.

–¡Abanícale la cabeza! –interrumpió muy apurada la Reina roja–. Debe de tener ya una buena calentura de tanto pensar. –Y las dos se pusieron manos a la obra abanicándola con manojos de hojas, hasta que Alicia tuvo que rogarles que dejaran de hacerlo pues le estaban volando los pelos de tal manera.

Ya se encuentra mejor –diagnosticó la Reina roja–. ¡Has aprendido idiomas? ¿Cómo se dice tururú en francés?

–Tururú no es una palabra castellana –replicó Alicia con un mohín de seriedad.

–¿Y quién dijo que lo fuera? –replicó la Reina roja.

Alicia pensó que esta vez sí que se iba a salir con la suya–. Si me dice a qué idioma pertenece eso de tururú, ¡le diré lo que quiere decir en francés! –exclamó triunfante.

Pero la Reina roja se irguió con cierta dignidad y le contestó: –Las reinas nunca hacen tratos.

–¡Ojalá tampoco hicieran preguntas! –pensó Alicia para sus adentros.

–¡No nos peleemos! –intercedió la Reina blanca un tanto apurada–. ¿Cuál es la causa del relámpago?

–Lo que causa al relámpago –pronunció Alicia muy decidida, porque esta vez sí que estaba convencida de que sabía la contestación–, es el trueno…, ¡ay, no, no! –se corrigió apresuradamente–. ¡Quise decir al reves!

–¡Demasiado tarde para corregirlo! –sentenció la Reina roja–. Una vez que se dice algo, ¡dicho está! Y a cargar con las consecuencias…

–Lo que me recuerda… –dijo la Reina blanca mirando hacia el suelo y juntando y separando las manos nerviosamente–. ¡La de truenos y relámpagos que hubo durante la tormenta del último martes…! Bueno, de la última tanda de martes que tuvimos, se comprende.

Esto desconcertó a Alicia. –En nuestro país –observó– no hay más que un día a la vez.

La Reina roja dijo: –¡Pues vaya manera más mezquina y ramplona de hacer las cosas! En cambio aquí, casi siempre acumulamos los días y las noches; y a veces en invierno nos echamos al coleto hasta cinco noches seguidas, ya te podrás imaginar que para aprovechar mejor el calor.

–¿Es que cinco noches son más templadas que una? –se atrevió a preguntar Alicia.

–Cinco veces más templadas, pues claro.

–Pero, por la misma razón, debieran de ser cinco veces más frías…

–¡Así es! ¡Tú lo has dicho! –gritó la Reina roja–.Cinco veces más templadas y cinco veces más frías…, de la misma manera que yo soy cinco veces más rica que tú y cinco veces más lista!

Alicia se dio por vencida, suspirando. –Es igual que una adivinanza sin solución –pensó.

–Humpty Dumpty también la vio continuó la Reina blanca con voz grave, más como si hablara consigo misma que otra cosa–. Se acercó a la puerta con un sacacorchos en la mano.

–Y, ¿qué es lo que quería? –preguntó la Reina roja.

–Dijo que iba a entrar como fuera –explicó la Reina blanca– porque estaba buscando a un hipopótamo. Ahora que lo que ocurrió es que aquella mañana no habia nada que se le pareciese por la casa.

–Y, ¿es que sí suele haberlos, por lo general? –preguntó Alicia muy asombrada.

–Bueno, sólo los jueves –replicó la Reina.

–Yo sí sé a lo que iba Humpty Dumpty –afirmó Alicia–. Lo que quería era castigar a los peces, porque…

Pero la Reina blanca reanudó en ese momento su narración. –¡Qué de truenos y de relámpagos! ¡Es que no sabéis lo que fue aquello! (–Ella es la que nunca sabe nada, por supuesto –intercaló la Reina roja.) Y se desprendió parte del techo y por ahí ¡se colaron una de truenos…! ¡Y se pusieíon a rodar por todas partes como piedías de molino…, tumbando mesas y revolviéndolo todo…, hasta que me asusté tanto que no me acordaba ni de mi propio nombre!

Alicia se dijo a si misma: –¡A mi desde luego no se me habría ocurrido ni siquiera intentar recordar mi nombre en medio de un accidente tal! ¿De qué me habría servido lograrlo! –pero no lo dijo en voz alta por no herir los sentimientos de la pobre reina.

–Su Majestad ha de excusarla –le dijo la Reina roja a Alicia, tomando una de las manos de la Reina blanca entre las suyas y acariciándosela suavemente–. Tiene buena intención, pero por lo general no puede evitar que se le escapen algunas tonterias.

La Reina blanca miró tímidamente a Alicia, que sintió que tenía que decirle algo amable; pero la verdad es que en aquel momento no se le ocurría nada.

–Lo que pasa es que nunca la educaron como es debido –continuó la Reina roja–. Pero el buen carácter que tiene es algo que asombra. ¡Dale palmaditas en la cabeza y verás cómo le gusta! –Pero esto era algo más de lo que Alicia se habría atrevido.

–Un poco de cariño…, y unos tirabuzones en el pelo…, es todo lo que está pidiendo.

La Reina blanca dio un profundo suspiro y recostó la cabeza sobre el hombro de Alicia. –Tengo tanto sueño –gimió.

–iEstá cansada, pobrecita ella! –Se compadeció la Reina roja–. Alísale el pelo…, préstale tu gorro de dormir…, y arríllala con una buena canción de cuna.

–No llevo gorro de dormir que prestarle –dijo Alicia intentando obedecer la primera de sus indicaciones– y tampoco sé ninguna buena canción de cuna con qué arrullarla.

–Lo tendré que hacer yo, entonces –dijo la Reina roja y empezó:


         Duérmete mi Reina
            sobre el regazo de tu Alicia.
         Has que esté lista la merienda
            tendremos tiempo para una siesta.
         Y cuando se acabe la fiesta
             nos iremos todas a bailar:
         La Reina blanca, y la Reina roja,
            Alicia y todas las demás.

–Y ahora que ya sabes la letra –añadió recostando la cabeza sobre el otro hombro de Alicia– no tienes más que cantármela a mí; que también me está entrando el sueño–. Un momento después, ambas reinas se quedaron completamente dormidas, roncando sonoramente.

–Y ahora, ¿qué hago? –exclamó Alicia, mirando a uno y a otro lado, llena de perplejidad a medida que primero una redonda cabeza y luego la otra rodaban desde su hombro y caían sobre su regazo como un pesado bulto.

–¡No creo que nunca haya sucedido antes que una tuviera que ocuparse de dos reinas dormidas a la vez! ¡No, no, de ninguna manera, nunca en toda la historia de Inglaterra! … Bueno, eso ya sé que nunca ha podido ser porque nunca ha habido dos reinas a la vez. ¡A despertar pesadas! –continuó diciendo con franca impaciencia; pero por toda respuesta no recibió más que unos amables ronquidos.

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Los ronquidos se fueron haciendo cada minuto más distintos y empezaron a sonar más bien como una canción: por último Alicia creyó incluso que podía percibir hasta la letra y se puso a escuchar con tanta atención que cuando las dos grandes cabezas se desvanecieron súbitamente de su regazo apenas si se dio cuenta.

Se encontró frente al arco de una puerta sobre la que estaba escrito «REINA ALICIA», en grandes caracteres; y a cada lado del arco se veía el puño de una campanilla: bajo una de ellas estaba escrito «Campanilla de visitas» y bajo el otro «Campanilla de servicio».

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–Esperaré a que termine la canción –pensó Alicia– y luego sonaré la campanilla de…, de…, ¿pero cual de las dos? –continuó muy desconcertada por ambos carteles-. No soy una visita y tampoco soy del servicio. En realidad lo que pasa es que debiera de haber otro que dijera «Campanilla de la reina»…

Justo entonces la puerta se entreabrió un poco y una criatura con un largo pico asomó la cabeza un instante, sólo para decir: –¡No se admite a nadie hasta la semana después de la próxima! –y desapareció luego dando un portazo.

Durante largo rato Alicia estuvo aporreando la puerta y sonando ambas campanillas, pero en vano. Por último, una vieja rana que estaba sentada bajo un árbol, se puso en pie y se acercó lentamente, renqueando, hacia donde estaba. Llevaba un traje de brillante amarillo y se habia calzado unas botas enormes.

–Y ahora, ¿qué pasa? –le preguntó la rana con voz aguardentosa.

Alicia se volvió dispuesta a quejarse de todo el mundo.

–¿Dónde está el criado que debe responder a la puerta? –empezó a rezongar enojada.

–¿Qué puerta? –preguntó lentamente la rana.

Alicia dio una patada de rabia en el suelo: le irritaba la manera en que la rana arrastraba las palabras. –¡Esta puerta, pues claro!

La rana contempló la puerta durante un minuto con sus grandes e inexpresivos ojos; luego se acercó y la estuvo frotando un poco con el pulgar como para ver si se le estaba desprendiendo la pintura; entonces miró a Alicia.

–¿Re’ponder a la puerta? –dijo–. ¿Y qué e’ lo que la ha estao preguntando? –Estaba tan ronca que Alicia apenas si podía oír lo que decía.

No sé qué es lo que quiere decir –dijo.

–,Ahí va! ¿y no le e’toy halando en cri’tiano? –replicó la rana– ¿o e’ que se ha quedao sorda? ¿Qué e’ lo que la ha e’tao preguntando?

–¡Nada! –respondió Alicia impacientemente–. ¡La he estado aporreando!

–Ezo e’tá muy mal…, ezo e’tá muy mal… –masculló la rana–. Ahora se no’ ha enfadao. –Entonces se acercó a la puerta y le propinó una fuerte patada con uno de sus grandes pies-. U’té, ándele y déjela en paz –jadeó mientras cojeaba de vuelta hacia su árbol– y ya verá como ella la deja en paz a u’té.

En este momento, la puerta se abrió de par en par y se oyó una voz que cantaba estridentemente:


         Al mundo del espejo Alicia le decía:
         ¡En la mano llevo el cetro y
             sobre la cabeza la corona!
         ¡Vengan a mí las criaturas del espejo,
             sean ellas las que fueren!
         ¡Vengan y coman todas conmigo,
             con la Reina roja y la Reina blanca!

Y cientos de voces se unieron entonces coreando:


         ¡llenad las copas hasta rebosar!
         ¡Adornad las mesas de botones y salvado!
         ¡Poned, gatos en el café y ratones en el té!
         ¡Y libemos por la Reina Alicia,
         no menos de treinta veces tres!

Siguió luego un confuso barullo de «vivas» y de brindis y Alicia pensó: –Treinta veces tres son noventa, ¿me pregunto si alguien estará contando? –Al minuto siguiente volvió a reinar el mayor silencio y la misma estridente voz de antes empezó a cantar una estrofa más:


        ¡Oh criaturas del espejo,
         clamó Alicia. Venid y acercaros a mí!
         ¡Os honro con mi presencia
         y os regalo con mi voz!
         ¡Qué alto privilegio os concedo
         de cenar y merendar conmigo,
         con la Reina roja y con la Reina blanca!

Otra vez corearon las voces:


         ¡llenemos las copas hasta rebosar,
         con melazas y con tintas,
         o con cualquier otro brebaje
         igualmente agradable de beber!
         ¡Mezclad la arena con la sidra
         y la lana con el vino!
         iY brindemos por la Reina Alicia
         no menos de noventa veces nueve!

–¡Noventa veces nueve! –repitió Alicia con desesperación–. iAsí no acabarán nunca! Será mejor que entre ahora mismo de una vez –y en efecto entró; mas en el momento en que apareció se produjo un silencio mortal.

Alicia miró nerviosamente a uno y otro lado de la mesa mientras avanzaba andando por la gran sala; pudo ver que habia como unos cincuenta comensales, de todas clases: algunos eran animales, otros pájaros y hasta se podían ver algunas flores. –Me alegro de que hayan venido sin esperar a que los hubiera invitado –pensó– pues desde luego yo no habría sabido nunca a qué personas había que invitar.

Tres sillas formaban la cabecera de la mesa: la Reina roja y la Reina blanca habían ocupado ya dos de ellas, pero la del centro permanecía vacía. En esa se fue a sentar Alicia, un poco azarada por el silencio y deseando que alguien rompiese a hablar.

Por fin empezó la Reina roja: –Te has perdido la sopa y el pescado –dijo–. ¡Qué traigan el asado! –Y los camareros pusieron una pierna de cordero delante de Alicia, que se la quedó mirando un tanto asustada porque nunca se habia visto en la necesidad de trinchar un asado en su vida.

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–Pareces un tanto cohibida: permíteme que te presente a la pierna de cordero –le dijo la Reina roja–: Alicia…, Cordero; Cordero…, Alicia. –La pierna de cordero se levantó en su fuente y se inclinó ligeramente ante Alicia; y Alicia le devolvió la reverencia no sabiendo si debía de sentirse asustada o divertida por todo esto.

–¿Me permiten que les ofrezca una tajada? –dijo tomando el cuchillo y el tenedor y mirando a una y a otra reina.

–¡De ningún modo! –replicó la Reina roja muy firmemente–: Sería una falta de etiqueta trinchar a alguien que nos acaba de ser presentado. ¡Qué se lleven el asado! –Y los camareros se lo llevaron diligentemente, poniendo en su lugar un gran budín de ciruelas.

–Por favor, que no me presenten al budín –se apresuró a indicar Alicia– o nos quedaremos sin cenar. ¿Querrían que les sirviese un poquito?

Pero la Reina roja frunció el entrecejo y se limitó a gruñir severamente: –Budín…, Alicia; Alicia…, Budín. ¡Que se lleven el budín! –Y los camareros se lo llevaron con tanta rapidez que Alicia no tuvo tiempo ni de devolverle la reverencia.

De todas formas, no veía por qué tenía que ser siempre la Reina roja la única en dar órdenes; así que, a modo de experimento, dijo en voz bien alta: –¡Camarero! ¡Que traigan de nuevo ese budín! –y ahí reapareció al momento, como por arte de magia. Era tan enorme que Alicia no pudo evitar el sentirse un poco cohibida, lo mismo que le pasó con la pierna de cordero. Sin embargo, haciendo un gran esfuerzo, logró sobreponerse, cortó un buen trozo y se lo ofreció a la Reina roja.

–¡¡Qué impertinencia!! –exclamó el budín–. Me gustaría saber, ¿cómo te gustaría a ti que te cortaran una tajada del costado! ¡Qué bruta!

Hablaba con una voz espesa y grasienta y Alicía se quedó sin respiración, mirándolo toda pasmada.

–Dile algo, –recomendó la Reina roja–. Es ridículo dejar toda la conversación a cargo del budín.

–¿Sabe usted? En el día de hoy me han recitado una gran cantidad de poemas –empezó diciendo Alicia, un poco asustada al ver que en el momento en que abría los labios se producia un silencio de muerte y que todos los ojos se fijaban en ella– y me parece que hay algo muy curioso…, que todos ellos tuvieron algo que ver con pescados. ¿Puede usted decirme por qué gustan tanto los peces a todo el mundo de por aquí?

Le decía esto a la Reina roja, cuya respuesta se alejó un tanto del tema. –Respecto al pescado –dijo muy lenta y solemnemente, acercando mucho la boca al oído de Alicia– Su Blanca Majestad sabe una adivinanza…, toda en rima…, y toda sobre peces… ¿Quieres que te la recite?

–Su Roja Majestad es muy amable de sacarlo a colación –murmuró la Reina blanca al otro oido de Alicia, arrullando como una paloma–. Me gustaría tanto hacerlo…, ¿no te importa?

–No faltaba más –concedió Alicia, con mucha educación.

La Reina blanca sonrió alegremente de lo contenta que se puso y acarició a Alicia en la mejilla. Empezó entonces:


         Primero, hay que pescar al pez;
         Cosa fácil es: hasta un niño recién nacido
                sabría hacerlo.
         Luego, hay que comprar al pez;
         Cosa fácil es: hasta con un penique
                podría lograrlo.

         Ahora, cocíname a ese pez;
         Cosa fácil es: no nos llevará
                ni tan siquiera un minuto.
         Arréglamelo bien en una fuente:
         pues vaya cosa: si ya está
                metido en una.

         Tráemelo acá, que voy a cenar;
         Nada más fácil que ponerla
                sobre la mesa
         ¡Destápame la fuente!
         ¡Ay! Esto sí que es difícil:
                no puedo yo con ella.

         Porgue se pega como si fuera con cola,
         Porque sujeta la tapa de la fuente
                mientras se recuesta en ella.
         ¿Qué es más fácil, pues,
         descubrir la fuente o destapar la adivinanza?

–Tómate un minuto para pensarlo y adivina luego –le dijo la Reina roja–. Mientras tanto, brindaremos a tu salud. ¡Viva la Reina Alicia! –chilló a todo pulmón y todos los invitados se pusieron inmediatamente a beber…, pero, ¡de qué manera más extraña! Unos se colocaban las copas sobre sus cabezas, como si se tratara del cono de un apagador, bebiendo lo que les chorreaba por la cara… Otros voltearon las jarras y se bebían el vino que corría por los ángulos de la mesa…, y tres de ellos (que parecían más bien canguros) saltaron sobre la fuente del cordero asado y empezaron a tomarse la salsa a lametones: –¡Como si fueran cerdos en su pocilga! –pensó Alicia.

–Deberías dar ahora las gracias con un discursito bien arreglado –dijo la Reina roja dirigiéndose a Alicia con el entrecejo severamente fruncido.

–A nosotras nos toca apoyarte bien, ya sabes –le aseguró muy por lo bajo la Reina blanca a Alicia, mientras ésta se levantaba para hacerlo, muy obedientemente, pero algo asustada.

–Muchas gracias –susurró Alicia respondiéndole– pero me las puedo arreglar muy bien sola.

–¡Eso sí que no puede ser! –pronunció la Reina roja con mucha determinación: así que Alicia intentó someterse a sus esfuerzos del mejor grado posible.

(–¡Y lo que me apretujaban! –diría Alicia más tarde, cuando contaba a su hermana cómo había transcurrido la fiesta–. ¡Cualquiera hubiera dicho que querian aplanarme del todo entre las dos!)

La verdad es que le fue bastante difícil mantenerse en su sitio mientras pronunciaba su discurso: las dos reinas la empujaban de tal manera, una de cada lado, que casi la levantaban en volandas con sus empellones. –Me levanto para expresaros mi agradecimiento… –empezó a decir Alicia; y de hecho se estaba levantando en el aire algunas pulgadas, mientras hablaba. Pero se agarró bien del borde de la mesa y consiguió volver a su sitio a fuerza de tirones.

–¡Cuidado! ¡Agárrate bien! –chilló de pronto la Reina blanca, sujetando a Alicia por el pelo con ambas manos–. ¡Que va a suceder algo!

Y entonces (como lo describiría Alicia más tarde) toda clase de cosas empezaron a suceder en un instante: las velas crecieron hasta llegar al techo…, parecían un banco de juncos con fuegos de artificio en la cabeza. En cuanto a las botellas, cada una se hizo con un par de platos que se ajustaron apresuradamente al costado, a modo de alas, y de esta guisa, con unos tenedores haciéndoles las veces de patas, comenzaron a revolotear en todas direcciones. –¡Si hasta parecen pájaros! –logró pensar Alicia a pesar de la increíble confusión que empezaba a invadirlo todo.

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En este momento, Alicia oyó que alguien soltaba una carcajada aguardentosa a su lado y se volvió para ver qué le podía estar sucediendo a la Reina blanca; pero en vez de la Reina lo que estaba sentado a su lado era la pierna de cordero. –¡Aquí estoy! –gritó una voz desde la marmita de la sopa y Alicia se volvió justo a tiempo para ver la cara ancha y bonachona de la Reina blanca sonriéndole por un momento antes de desaparecer del todo dentro de la sopa.

No había ni un momento que perder. Ya varios de los comensales se habían acomodado en platos y fuentes, y el cucharón de la sopa avanzaba amenazadoramente por encima de la mesa, hacia donde estaba Alicia, haciéndole gestos impacientes para que se apartara de su camino.

–¡Esto no hay quien lo aguante! –gritó Alicia poniéndose en pie de un salto y agarrando el mantel con ambas manos: un buen tirón y platos, fuentes, velas y comensales se derrumbaron por el suelo, cayendo con estrépito y todos juntos en montón.
–¡Y en cuanto a ti! –continuó volviéndose furiosa hacia la Reina roja, a la que consideraba culpable de todo este enredo…

Pero la Reina ya no estaba a su lado…, había menguado súbitamente hasta convertirse en una pequena muñeca que estaba ahora sobre la mesa, correteando alegremente y dando vueltas y más vueltas en pos de su propio mantón que volaba a sus espaldas.

En cualquier otro momento, Alicia se habría sorprendido al ver este cambio, pero estaba demasiado excitada para que nada le sorprendiese ahora.

–¡En cuanto a ti! –repitió agarrando a la figurilla justo cuando ésta estaba saltando por encima de una botella que había aterrizado sobre la mesa–. ¡Te voy a sacudir hasta que te conviertas en un gatito! ¡Vaya que si lo voy a hacer!

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