A Través del Espejo

Capítulo 8 – “ES MI PROPIA INVENCIÓN”


Después de un rato, el estrépito fue amainando gradualmente hasta quedar todo en el mayor silencio, por lo que Alicia levantó la cabeza, un poco alarmada. No se veía a nadie por ningún lado, de forma que lo primero que pensó fue que debía de haber estado soñando con el león y el unicornio y esos curiosos mensajeros anglosajones. Sin embargo, ahí continuaba aún a sus pies la gran fuente sobre la que había estado intentando cortar el pastel. Así que, después de todo, no he estado soñando –se dijo a sí misma…– a no ser que fuésemos todos parte del mismo sueño. Sólo que si así fuera, ¿ojalá que el sueño sea el mío propio y no el del Rey rojo! No me gusta nada pertenecer al sueño de otras personas –continuó diciendo con voz más bien quejumbrosa como que estoy casi dispuesta a ir a despertarlo y ¡a ver qué pasa!

En este momento sus pensamientos se vieron interrumpidos por unas voces muy fuertes, unos gritos de –¡Hola! ¡Hola! ¡Jaque! –que profería un caballero, bien armado de acero púrpura, que venía galopando hacia ella blandiendo una gran maza. Justo cuando llegó a donde estaba Alicia, el caballo se detuvo súbitamente–: ¡Eres mi prisionera! –gritó el caballero, mientras se desplomaba pesadamente del caballo.

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A pesar del susto que se había llevado, Alicia estaba en aquel momento más preocupada por él que por sí misma y estuvo observando con no poca ansiedad cómo montaba nuevamente sobre su cabalgadura. Tan pronto como se hubo instalado cómodamente en su silla, empezó otra vez a proclamar: –¡Eres mi…! –pero en ese preciso instante otra voz le atajó con nuevos gritos de–: ¡Hola! ¡Hola! ¡Jaque! –y Alicia se volvió, bastante sorprendida, para ver al nuevo enemigo.

Esta vez era el caballero blanco. Cabalgó hasta donde estaba Alicia y al detenerse su montura se desplomó a tierra tan pesadamente como antes lo hubiera hecho el caballero rojo: luego volvió a montar y los dos caballeros se estuvieron mirando desde lo alto de sus jaeces sin decir palabra durante algún rato. Alicia miraba ora al uno ora al otro, bastante desconcertada.

–¡Bien claro está que la prisionera es mía! –reclamó al fin el caballero rojo.

–¡Sí, pero luego vine yo y la rescaté! –replicó el caballero blanco.

–¡Pues entonces hemos de batirnos por ella! –declaró el caballero rojo, mientras recogía su yelmo (que traía colgado de su silla y tenía una forma así como la cabeza de un caballo) y se lo calaba.

–Por supuesto, guardaréis las reglas del combate, ¿no? –observó el caballero blanco mientras se calaba él también su yelmo.

–Siempre lo hago –aseguró el caballero rojo y empezaron ambos a golpearse a mazazos con tanta furia que Alicia se escondió tras un árbol para protegerse de los porrazos.

–¿Me pregunto cuáles serán esas reglas del combate? –se dijo mientras contemplaba la contienda, asomando tímidamente la cabeza desde su escondrijo. Por lo que veo, una de las reglas parece ser la de que cada vez que un caballero golpea al otro lo derriba de su caballo; pero si no le da, el que cae es él…, y parece que otra de esas reglas es que han de agarrar sus mazas con ambos brazos, como lo hacen los títeres del guiñol…, ¡y vaya ruido que arman al caer: como si fueran todos los hierros de la chimenea cayendo sobre el guardafuegos! Pero, ¡qué quietos que se quedan sus caballos! Los dejan desplomarse y volver a montar sobre ellos como si se tratara de un par de mesas.

Otra de las reglas del combate, de la que Alicia no se percató, parecia ser la de que siempre habían de caer de cabeza; y efectivamente, la contienda terminó al caer ambos de esta manera, lado a lado. Cuando se incorporaron, se dieron la mano y el caballero rojo montó sobre su caballo y se alejó galopando.

–¡Una victoria gloriosa! ¿no te parece? –le dijo el caballero blanco a Alicia mientras se acercaba jadeando.

–Pues no sé qué decirle –le contestó Alicia con algunas dudas–. No me gustaría ser la prisionera de nadie; lo que yo quiero es ser una reina.

–Y lo serás: cuando hayas cruzado el siguiente arroyo –le aseguró el caballero blanco–. Te acompañaré, para que llegues segura, hasta la linde del bosque; pero ya sabes que al llegar allá tendré que volverme, pues ahí se acaba mi movimiento.

–Pues muchísimas gracias –dijo Alicia–. ¿Quiere que le ayude a quitarse el yelmo? –evidentemente no parecía que el caballero pudiera arreglárselas él solo; pero Alicia lo logró al fin, tirando y librándolo a sacudidas.

–¡Ahora sí que puede uno respirar! –exclamó el caballero alisándose con ambas manos los pelos largos y desordenados de su cabeza y volviendo la cara amable para mirar a Alicia con sus grandes ojos bondadosos. Alicia pensó que nunca en toda su vida había visto a un guerrero de tan extraño aspecto.

Iba revestido de una armadura de latón que le sentaba bastante mal y llevaba sujeta a la espalda una caja de madera sin pintar de extraña forma, al revés y con la tapa colgando abierta. Alicia la examinó con mucha curiosidad.

–Veo que te admira mi pequeña caja –observó el caballero con afable tono–. Es de mi propia invención…, para guardar ropa y bocadillos. La llevo boca abajo, como ves, para que no le entre la lluvia dentro.

–Pero es que se le va a caer todo fuera –senaló Alicia con solicitud–. ¿No se ha dado cuenta de que lleva la tapa abierta?

–No lo sabía –respondió el caballero, mientras una sombra de contrariedad le cruzaba la cara–. En ese caso, ¡todas las cosas se deben haber caído fuera! Y ya de nada sirve la caja sin ellas. –Se zafó la caja mientras hablaba y estaba a punto de tirarla entre la maleza cuando se le ocurrió, al parecer, una nueva idea y la colgó, en vez, cuidadosamente de un árbol–. ¿Adivinas por qué lo hago? –le preguntó a Alicia.

Alicia negó con la cabeza.

–Con la esperanza de que unas abejas decidan establecer su colmena ahí dentro…, así conseguiría un poco de miel.

–Pero si ya tiene una colmena…, o algo que se le parece mucho…, colgada ahí de la silla de su caballo –señaló Alicia.

—Sí, es una colmena excelente –explicó el caballero, con voz en la que se reflejaba su descontento– es de la mejor calidad, pero ni una sola abeja se ha acercado a ella. Y la otra cosa que llevo ahí es una trampa para ratones. Supongo que lo que pasa es que los ratones espantan a las abejas…, o que las abejas espantan a los ratones…, no sé muy bien cuál de los dos tiene la culpa.

–Me estaba precisamente preguntando para qué serviría la trampa para ratones –dijo Alicia–. No es muy probable que haya ratones por el lomo del caballo.

–No será probable, quizá –contestó el caballero– pero, ¿y si viniera alguno?, no me gustaría que anduviera correteando por ahí.

–Verás continuó diciendo después de una pausa– lo mejor es estar preparado para todo. Esa es también la razón por la que el caballo lleva esos brazaletes en las patas.

–Pero, ¿para qué sirven? –preguntó Alicia con tono de viva curiosidad.

–Pues para protegerlo contra los mordiscos de tiburón –replicó el caballero–. Es un sistema de mi propia invención. Y ahora, ayúdame a montar: iré contigo hasta la linde del bosque…, ¿para qué es esa fuente que está ahí?

–Es la fuente del pastel –explicó Alicia.

–Será mejor que la llevemos con nosotros –dijo el caballero: nos vendrá de perillas si nos topamos con alguna tarta. Ayúdame a meterla en este saco.

Esta labor los entretuvo bastante tiempo, a pesar de que Alicia mantuvo muy abierta la boca del saco, pues el caballero intentaba introducir la fuente tan torpemente: las dos o tres primeras veces que lo intentó se cayó él mismo dentro del saco en vez. –Es que está muy ajustado, como ves– se explicó cuando la consiguieron meter al fin– y hay tantos candelabros dentro … –y diciendo ésto la colgó de la montura, que estaba ya cargada de manojos de zanahorias, hierros de chimenea y otras muchas cosas más.

–Espero que lleves el pelo bien asegurado –continuó diciendo una vez que empezaron a marchar.

–Pues asi así, como todos los días –respondió Alicia sonriendo.

–Eso no basta –dijo con ansiedad el caballero. –Es que verás: el viento sopla tan fuertemente por aquí… Es tan espeso que parece sopa.

–¿Y no ha inventado un sistema para impedir que el viento se le lleve el pelo? –inquirió Alicia.,

–Aún no –replicó el caballero–. Pero si que tengo un sistema para impedir que se me caiga.

–¡Ah! Pues me interesaría mucho conocerlo.

–Verás: primero se toma un palo bien recto –explicó el caballero– luego haces que el pelo vaya subiendo por el palo, como se hace con los frutales. Ahora bien, la razón por la que el pelo se cae es porque cuelga hacia abajo…, y ya sabes que nada se puede caer hacia arriba, conque… Es un sistema de mi propia invención. Puedes probarlo si quieres.

No sonaba demasiado cómodo el sistema, pensó Alicia, y durante algunos minutos caminó en silencio, sopesando la idea y deteniéndose cada dos por tres para auxiliar al pobre caballero, que ciertamente no era un buen jinete.

Cada vez que se detenía el caballo (lo que sucedía muy a menudo) se caía por delante; y cada vez que el caballo arrancaba de nuevo (lo que generalmente hacía de manera bastante súbita) se caía por la grupa. Por lo demás, se las arreglaba bastante bien, salvo por el vicio que tenía de caerse por uno u otro lado del caballo de vez en cuando; y como le daba por hacerlo generalmente por el lado por el que Alicia iba caminando, muy pronto esta se dio cuenta de que lo mejor era no ir andando demasiado cerca del caballero.

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–Me temo que no ha tenido usted ocasión de ejercitarse montando a caballo –se aventuró a decir, mientras le auxiliaba después de su quinta y aparatosa caída.

Al oír esto, el caballero puso una cara de considerable sorpresa y quedó un tanto ofendido. –¿Y por qué se te ocurre decirme eso ahora? –preguntó mientras se encaramaba nuevamente sobre su montura, agarrándose de los pelos de Alicia con una mano para no desplomarse por el otro lado.

–Porque la gente no se cae con tanta frecuencia del caballo cuando tiene práctica.

–Pues yo tengo práctica más que suficiente declaró gravemente el caballero –¡más que suficiente!

A Alicia no se le ocurrió otra cosa mejor que decir a esto que –¿de veras?–, bien es verdad que lo dijo tan cordialmente como pudo. Después de esto, continuaron avanzando en silencio durante algún rato, el caballero con los ojos cerrados mascullando cosas ininteligibles y Alicia esperando la siguiente caída.

–El gran arte de la equitación –empezó a declamar de golpe el caballero, con resonante voz y gesticulando con el brazo derecho mientras hablaba– estriba en mantenerse… –pero aquí la frase se detuvo tan inopinadamente como habia comenzado, pues el caballero cayó pesadamente de cabeza precisamente en medio del sendero por el que iba caminando Alicia. Esta vez se asustó de veras y por ello, mientras lo levantaba, le dijo con voz inquieta: –Espero que no se haya roto ningún hueso.

–Ninguno que valga la pena de mencionar –repuso el caballero, como si no le importara quebrarse dos o tres–. El gran arte de la equitación, como estaba diciendo…, estriba en mantenerse adecuadamente en equilibrio. De esta manera en que voy a demosttar…

Dejó caer las riendas y extendió ambos brazos para mostrarle a Alicia lo que quería decir, y esta vez se cayó cuán largo era y de espaldas bajo las patas del caballo.

–¡Práctica más que suficiente! –continuaba repitiendo todo el tiempo, mientras Alicia le ayudaba a ponerse en pie–. ¡Práctica más que suficiente!

–¡Esto ya pasa de la raya! –gritó Alicia perdiendo esta vez toda su paciencia–. ¡Lo que usted debiera de tener es un caballo de madera con ruedas! ¡Eso es lo que necesita usted!

–¿Es que ese género equino cabalga con suavidad? –le preguntó el caballero con un tono que revelaba su gran interés; y se agarró firmemente al cuello de su caballo justo a tiempo para salvarse de una nueva y ridícula caída.

–¡Mucho más suavemente que un caballo de carne y hueso! exclamó Alicia dando un pequeño chillido de la risa que le estaba dando todo ello, a pesar de los esfuerzos que hacia por contenerla.

–Voy a conseguirme uno –se dijo pensativo el caballero– uno o dos…, ¡varios!

Después de ésto, se produjo un corto silencio y luego el caballero rompió de nuevo a hablar.

–Tengo un considerable talento para inventar cosas. Y no sé si habrás observado que la última vez que me levantaste del suelo estaba así como algo preocupado…

–Desde luego, me pareció que había puesto una cara bastante seria –aseguró Alicia.

–Bueno, es que precisamente entonces estaba inventando una nueva manera para pasar por encima de una cerca…, ¿te gustaría saber cómo?

–Me gustaría muchísimo –asintió cortésmente Alicia.

–Te diré cómo se me ocurrió la idea –dijo el caballero. –Verás: me dije a mi mismo: «la única dificultad está en los pies, pues la cabeza ya está de por sí por encima». Así pues, primero coloco la cabeza por encima de la cerca …, y así queda asegurada ésta a suficiente altura..,, y luego me pongo cabeza abajo…, y entonces son los pies los que quedan a suficiente altura, como verás…, y de esta forma, ¡paso la cerca! ¿Comprendes?

–Sí, supongo que lograría pasar la cerca después de esa operacíon — asintió Alicia pensativamente– pero, ¿no cree usted que resulta algo difícil de ejecutar?

–No lo he probado aún –declaró con gravedad el caballero– así que no puedo asegurarlo…, pero me temo que algo difícil sí sería.

El darse cuenta de esto pareció molestarle tanto que Alicia se decidió a cambiar apresuradamente de tema.

–¡Qué curioso yelmo el suyo! –dijo, prodigando alegría–. ¿Es también de su invención?

El caballero posó orgullosamente la vista sobre su yelmo, que llevaba colgado de la silla. –Si –asintió– pero he inventado otro mejor aún que este…, uno en forma de un pan de azúcar. Con aquel yelmo puesto, si me sucedía caer del caballo, daba inmediatamente con el suelo puesto que en realidad caía una distancia muy corta, ¿comprendes?… Claro que siempre existía el peligro de caer dentro de él, desde luego… Eso me sucedió una vez…, y lo peor del caso fue que antes de que pudiera salir de nuevo, llegó el otro caballero blanco y se lo puso creyendo que era el suyo.

El caballero describía esta escena con tanta seriedad que Alicia no se atrevió a reir. –Me temo que le habrá usted hecho daño –comentó con voz que le temblaba de la risa contenida– estando usted con todo su peso encima de su cabeza.

–Tuve que darle de patadas, por supuesto –explicó el caballero con la misma seriedad–. Y entonces se quitó el yelmo…, pero pasaron horas y horas antes de que pudiera salir de ahi dentro. ¡Estaba yo tan apremiado que no había quien me sacara de ahí!

–Me parece que lo que usted quiere decir es que estaba muy «apretado» –objetó Alicia.

–Mira, ¡apremiado por todas partes! –insistía el caballero–. ¡Te lo aseguro! –Levantó las manos, sacudiendo la cabeza, al decir esto, bastante excitado, y al instante rodó por tierra, acabando de cabeza en una profunda zanja

Alicia corrió al borde de la cuneta para ver de ayudarle. La caída la había tomado por sorpresa pues aquella vez el caballero parecía haberse mantenido bastante bien sobre sú caballo durante algún tiempo, y además temía que esta vez sí se hubiese hecho daño de verdad.

Sin embargo, y aunque sólo podía verle la planta de los pies, se quedó muy aliviada al oír que decía en su tono usual de voz: –Apremiado por todas partes –repetía– pero fue un descuido por su parte ponerse el yelmo de otro…, ¡y con el otro dentro además!…

–¿Cómo puede usted estar ahí hablando tan tranquilo con la cabeza abajo como si nada? –preguntó Alicia mientras lo arrastraba por los pies y amontonaba sus enlatados miembros al borde de la zanja.

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El caballero pareció quedar muy sorprendido por la pregunta. –Y, ¿qué más da donde esté mi cuerpo? –dijo–. Mi cabeza sigue trabajando todo el tiempo. De hecho, he comprobado que cuanto más baja tenga la cabeza, más invenciones se me van ocurriendo.

–Ahora, que la vez que mejor lo hice –continuó después de una pausa– fue cuando inventé un budín mientras comíamos la entrada de carne.

–¿Con tiempo suficiente para que se lo sirvieran al siguiente plato? –supuso Alicia–. ¡Eso sí que se llama pensar rápido!

–Bueno, no fue el siguiente plato –dijo el caballero lentamente, con voz un tanto retenida–. No, desde luego no lo sirvieron después del otro.

Entonces, ¿lo servirían al día siguiente, porque supongo que no iban a comer dos budines en la misma cena?

–Bueno, tampoco apareció al día siguiente –repitió el caballero igual que antes–. Tampoco al otro día. En realidad –continuó agachando la cabeza y bajando cada vez más la voz– no creo que ese budín haya sido cocinado nunca. En realidad, ¡no creo que ese budín sea cocinado jamás! Y, sin embargo, como budín, ¡qué invento más extraordinario!

–A ver, ¿de qué estaba hecho ese budín, según su invento? –preguntó Alicia, con la esperanza de animarlo un poco, pues al pobre caballero parecía que aquello le estaba deprimiendo bastante.

–Para empezar, de papel secante –contestó el caballero dando un gemido.

–Me temo que eso no quedaría demasiado bien…

–No quedaría bien así solo –interrumpió con bastante ansiedad– pero, ¡no tienes idea de cómo cambia al mezclarlo con otras cosas!… Tales como pólvora y pasta de lacrar. Pero tengo que dejarte aquí –terminó, pues acababan de llegar al lindero del bosque.

A Alicia se le reflejaba el asombro en la cara: no podía menos de pensar con ese budín.

–Estás triste –dijo el caballero con voz inquieta– déjame que te cante una canción que te alegre.

–¿Es muy larga? –preguntó Alicia, pues había oído demasiada poesía aquel día.

–Es larga –confesó el caballero– ¡pero es tan, tan hermosa! Todo el que me la ha oído cantar…, o se le han saltado las lágrimas o si no…

¿O si no qué? –insistió Alicia pues el caballero se habla quedado cortado de golpe.

-O si no no se les ha saltado nada, esa es la verdad.

La canción la llaman «Ojos de bacalao».

–¡Ah! ¿Conque ese es el nombre de la canción, eh? –dijo Alicia, intentando dar la impresión de que estaba interesada.

–No, no comprendes –corrigió el caballero, con no poca contrariedad–. Asi es como la llaman, pero su nombre en realidad es «Un ancíano viejo viejo».

–Entonces, ¿debo decir que así es como se llama la canción? –se corrigió a su vez Alicia.

–No, tampoco. ¡Eso ya es otra cosa! La canción se llama «De esto y de aquello», pero es sólo como se llama, ya sabes…

–Bueno, pues entonces cuál es esa canción, –pidió Alicia que estaba ya completamente desconcertada.

–A eso iba –respondió el caballero. En realidad, la canción no es otra que «Posado sobre una cerca», y la música es de mi propia invención.

Y hablando de esta guisa, detuvo su caballo y dejó que las riendas cayeran sueltas por su cuello: luego empezó a cantar, marcando el tiempo lentamente con una mano, una débil sonrisa iluminando la cara bobalicona, como si estuviera gozando con la música de su propia canción.

De todas las cosas extrañas que Alicia vio durante su viaje a través del espejo, esta fue la que recordaba luego con mayor claridad. Años más tarde podía aún revivir toda aquella escena de nuevo, como si hubiera sucedido sólo el día anterior…, los suaves ojos azules y la cara bondadosa del caballero…, los rayos del sol poniente brillando por entre sus pelos venerables y destellando sobre su armadura, con un fulgor que llegaba a deslumbrarla…, el caballo moviéndose tranquilo de aquí para allá, las riendas colgando del cuello, paciendo la hierba a sus pies…, y las sombras oscuras del bosque al fondo…, todo ello se le grabó a Alicia en la mente como si fuera un cuadro, mientras se recostaba contra un árbol protegiéndose con la mano los ojos del sol y observaba a aquella extraña pareja, oyendo medio en sueños la melancólica música de esa canción.

–Sólo que la música no es uno de sus inventos –se dijo Alicia– es «Te doy cuanto poseo que ya más no puedo». Se quedó callada oyendo con la mayor atención, pero no se le asomaba ninguna lágrima a los ojos.


         Te contaré todo cuanto pueda:
              Poco me queda por narrar.
         Una yez vi a un anciano viejo viejo
              asoleándose sobre una cerca.
         --¿Quién eres, anciano? --díjele--,
              y, ¿qué haces para vivir?
         Su respuesta se coló por mi mente
              como el agua por un tamiz.
         Díjome: --Cazo las mariposas
              que duermen por el trigo trigo.
         Con ellas me cocino unos buenos
              pastelillos de cordero
         que luego vendo por las calles.
              Me los compran esos hombres --continuó--
         que navegan por los procelosos mares
              Y así consigo el pan de cada día.
         Y ahora, tenga la bondad, la voluntad...

         Pero yo estaba meditando un plan
              para teñirme de verde los bigotes,
         empleando luego un abanico tan grande
              que ya nadie me los pudiera ver
         Así pues y no sabiendo qué replicar
              a lo que el viejo me decía
         gritéle: --¡Vamos! ¡Dime de qué vives!
              con un buen golpe a la cabeza.

         Con su bondadosa voz, reanudó la narración.
              Díjome: --Me paseo por ahí
         y cuando topo con un arroyo lo echo
              a arder en la montaña.
         Con eso fabrican aquel espléndido producto
              que llaman aceite de Macasar... 
         Sin embargo, dos reales y una perra
              es todo lo que me dan por mi labor.

         Pero yo estaba meditando la manera
             de alimentarme a base de manteca
         para ir así engordando un poco cada día.
             Entonces, le di un fuerte vapuleo,
         hasta que se le puso la cara bien morada.
             --¡Vamos! ¡Dime cómo vives! --le grité--.
         ¡Y a qué profesión te dedicas!

A Través del Espejo

         Díjome: --Cazo ojos de bacalao
             por entre las zarzas y las jaras.
         Con ellos labro, en el silencio de la noche
             hermosos botones de chaleco.
         Y cata que a estos no los vendo
             ni por oro ni por plata;
         sino tan sólo por una perra
             ¡Y por una te llevas diez!

         A veces cavo bollos de mantecón
             o pesco cangrejos con vareta de gorrión.
         A veces busco por los riscos
             a ver si encuentro alguna rueda de simón.
         Y de esta manera --concluyó pícaro dando un guiño--
             es como amaso mi fortuna...
         Ahora me sentiría muy honrado bebiendo
             un trago a la salud de vuesa merced.

         Entonces sí que lo oí, pues en mi mente
             maduraba mi gran proyecto
         de cómo salvar del óxido al puente del Menai
             recociéndolo bien en buen vino.
         Así que mucho le agradecí la bondad
             de contarme el método de su fortuna,
         pero mayormente, por su noble deseo
             de beber a la salud de mi ilustre persona.

         Y así, cuando ahora por casualidad
             se me pegan los dedos en la cola;
         o me empeño en calzarme salvajemente
             el pie derecho en el zapato izquierdo
         o cuando sobre los deditos del pie
             me cae algún objeto bien pesado,
         lloro porque me acuerdo tanto,
             de aquel anciano que otrora conociera...

         De mirada bondadosa y pausado hablar...
         Los cabellos más canos que la nieve...
         La cara muy como la de un cuervo,
         los ojos encendidos como carbones.
         Aquel que parecía anonadado por su desgracia
         y mecía su cuerpo consolándose...
         Susurrando murmullos y bisbiseos,
         como si tuviera la boca llena de pastas,
         y que resoplaba como un búfalo...,
         aquella tarde apacible de antaño...,
         asoleándose sentado sobre una cerca.

Al llegar a las últimas palabras de la balada, el caballero recogió las riendas y volvió la cabeza de su corcel por el camino por donde habían venido. –Sólo te quedan unos metros más –dijo– bajando por la colina y cruzando el arroyuelo aquél: entonces serás una reina…, pero antes te quedarás un poco aquí para decirme adiós, ¿no? –añadió al ver que Alicia volvía la cabeza muy ansiosa en la dirección que le indicaba–. No tardaré mucho. ¡Podrías esperar aquí y agitar el pañuelo cuando llegue a aquella curva! Es que, ¿comprendes?, eso me animaría un poco.

–Pues claro que esperaré –le aseguró Alicia– y muchas gracias por venir conmigo hasta aquí, tan lejos…, y por la canción…, me gustó mucho…

–Espero que sí –dijo el caballero con algunas dudas–: no lloraste tanto como había supuesto.

Y diciendo esto se dieron la mano y el caballero se alejó pausadamente por el bosque. –No tardaré mucho en verlo despedido, supongo –se dijo Alicia mientras le seguía con la vista–. ¡Ahí va! ¡De cabeza, como de costumbre! Pero parece que vuelve a montar con bastante facilidad…, eso gana con colgar tantas cosas de la silla… –y así continuó hablando consigo misma mientras contemplaba cómo iba cayendo ya de un lado ya del otro a medida que el caballo seguia cómodamente al paso. Después de la cuarta o quinta caida llegó a la curva y entonces Alicia agitó el pañuelo en el aire y esperó hasta que se perdiera de vista.

–Ojalá que eso lo animara –dijo, al mismo tiempo que se volvía y empezaba a correr cuesta abajo–. Y ahora, ¡a por ese arroyo y a convertirme en Reina! ¡Qué bien suena eso! –y unos cuantos pasos más la llevaron a la linde del bosque.

–¡La octava casilla al fin! –exclamó dando un salto para salvar el arroyo y cayendo de bruces…

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A Través del Espejo

… sobre una pradera tan suave como si fuese de musgo, con pequeños macizos de flores diseminados por aquí y por allá. –¡Ay! ¡Y qué contenta estoy de estar aquí!

Pero, ¿qué es esto que tengo sobre la cabeza? –exclamó con gran desconsuelo cuando palpándose la cabeza con las manos se encontró con algo muy pesado que le ceñía estrechamente toda la testa.

–Pero, ¿cómo se me ha puesto esto encima sin que yo me haya enterado! –se dijo mientras se quitaba el pesado objeto y lo posaba sobre su regazo para averiguar de qué se trataba.

Era una corona de oro.

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