Capítulo 2- EL JARDIN DE LAS FLORES VIVAS
Contenidos
–Veré mucho mejor cómo es el jardín –se dijo Alicia– si puedo subir a la cumbre de aquella colina; y aqui veo un sendero que conduce derecho allá arriba…; bueno, lo que es derecho, desde luego no va… –aseguró cuando al andar unos cuantos metros se encontró con que daba toda clase de vueltas y revueltas– …pero supongo que llegaíá allá arriba al final. Pero ¡qué de vueltas no dará este camino! ¡Ni que fuera un sacacorchos! Bueno, al menos por esta curva parece que se va en dirección a la colina. Pero no, no es así. ¡Por quí vuelvo derecho a la casa! Bueno, probaré entonces por el otro lado.
Y así lo hizo, errando de un lado para otro, probando por una curva y luego por otra; pero siempre acababa frente a la casa, hiciera lo que hiciese. Incluso una vez, al doblar una esquina con mayor rapidez que las otras, se dio contra la pared antes de que pudiera detenerse.
–De nada le valdrá insistir –dijo Alicia, mirando a la casa como si ésta estuviese discutiendo con ella–. Desde luego que no pienso volver allá dentro ahora, porque sé que si lo hiciera tendría que cruzar el espejo… volver de nuevo al cuarto y… ¡ahí se acabarían mis aventuras!
De forma que con la mayor determinación volvió la espalda a la casa e itentó nuevamente alejarse por el sendero, decidida a continuar en esa dirección hasta llegar a la colina. Durante algunos minutos todo parecía estar saliéndole bien y estaba precisamente diciéndose –esta vez sí que lo logro– cuando de pronto el camino torció repentinamente, con una sacudida, como lo describió Alicia más tarde, y al momento se encontró otra vez andando derecho hacia la puerta.
–Pero ¡qué lata! –exclamó–. ¡Nunca he visto en toda mi vida una casa que estuviese tanto en el camino de una! ¡Qué estorbo!
Y sin embargo, ahí estaba la colina, a plena vista de Alicia; de forma que no le cabía otra cosa que empezar de nuevo. Esta vez, el camino la llevó hacia un gran macizo de flores, bordeado de margaritas, con un guayabo plantado en medio.
–¡Oh, lirio irisado! –dijo Alicia, dirigiéndose hacia una flor de esa especie que se mecía dulcemente con la brisa–. ¡Cómo me gustaria que pudieses hablar!
–¡Pues claro que podemos hablar! –rompió a decir el lirio–, pero sólo lo hacemos cuando hay alguien con quien valga la pena de hacerlo.
Alicia se quedó tan atónita que no pudo decir ni una palabra durante algún rato: el asombro la dejó sin habla. Al final, y como el lirio sólo continuaba meciéndose suavemente, se decidió a decirle con una voz muy tímida, casi un susurro:
–¿Y puedcn hablar también las demás flores?
Tan bien como tú –replicó el iris–, y desde luego bastante más alto que tú.
–Por cortesía no nos corresponde a nosotras hablar primero, ¿no es verdad? –dijo la rosa–. pero ya me estaba yo preguntando cuándo ibas a hablar de una vez, pues me decía: «por la cara que tiene, a esta chica no debe faltarle el seso, aunque no parezca tampoco muy inteligente». De todas formas tienes el color adecuado y eso es, después de todo, lo que más importa.
–A mí me trae sin cuidado el color que tenga –observó el lirio–. Lo que es una lástima es que no tenga los pétalos un poco más ondulados, pues estaría mucho mejor.
A Alicia no le estaba gustando tanta crítica, de forma que se puso a preguntarles cosas:
–¿A vosotras no os da miedo estar plantadas aquí solas sin nadie que os cuide?
–Para eso está ahí en medio el árbol –señaló la rosa–. ¿De qué serviría si no?
–Pero ¿qué podría hacer en un momento de peligro? –continuó preguntando Alicia.
–Podría ladrar –contestó la rosa.
¡Ladra «guau, guau»! –exclamó una margarita–, por eso lo llaman «guayabo».
–¡¿No sabías eso?! –exclamó otra margarita, y empezaron todas a vociferar a la vez, armándose un guirigay ensordecedor de vocecitas agudas.
–¡A callar todas vosotras! –les gritó el lirio irisado, dando cabezadas apasionadamente de un lado para otro y temblando de vehemencia–. ¡Saben que no puedo alcanzarlas! –jadeó muy excitado, inclinado su cabeza hacia Alicia, que si no ya verían lo que es bueno!
–No te importe –le dijo Alicia conciliadoramente, para tranquilizarlo.
E inclinándose sobre las margaritas, que estaban precisamente empezando otra vez a vocifprar, les susurró:
–Si no os calláis de una vez ¡os arranco a todas!
En un instante se hizo el silencio y algunas de las margaritas rosadas se pusieron lívidas.
–¡Así me gusta! –aprobó el lirio–. ¡Esas margaritas son las peores! ¡Cuando uno se pone a hablar, rompen todas a chillar a la vez de una forma tal que es como para marchitarse!
–¿Y cómo es que podéis hablar todas tan bonitamente? –preguntó Alicia, esperando poner al lirio de buen humor con el halago–. He estado en muchos jardines antes de este, pero en ninguno en que las flores pudiesen hablar.
–Coloca la palma de la mano sobre el lecho de tierra de nuestro macizo, –le ordenó el lirio– y entonces comprenderás por qué.
Así lo hizo Alicia.
–Está muy dura la tierra de este lecho –comentó–, pero aún así no veo qué tiene que ver eso.
–En la mayor parte de los jardines –explicó el lirio– los lechos de tierra son tan muelles… que se amodorran las flores.
Eso le pareció a Alicia una razón excelente y se quedó muy complacida de conocerla.
¡Nunca lo habría pensado! –comentó admirada.
En mi opinión, tú nunca has pensado en nada –sentenció la rosa con alguna severidad.
–Nunca vi a nadie que tuviera un aspecto más estúpido –dijo una violeta de una manera tan súbita que Alicia dio un respingo, pues hasta ese momento no había dicho ni una palabra.
–¡A callar! –le gritó el lirio irisado–. ¡Como si tú vieras alguna vez a alguien! Con la cabeza siempre tan disimulada entre las hojas, ¡estás siempre roncando y te enteras de lo que pasa en el mundo menos que un capullo!
–¿Por casualidad hay alguna otra persona como yo en el jardín? –preguntó Alicia, prefiriendo no darse por enterada del comentario de la rosa.
–Pues hay otra flor que se mueve por el jardín como tú –le contestó ésta–. Me pregunto ¿cómo os la arregláis?
–Siempre te estás preguntando algo –rezongó el lirio irisado.
Continuó la violeta:
–Pero tiene una corola más tupida que la tuya.
–¿Se parece a mí? –preguntó Alicia con mucha viveza, pues le pasaba por la mente la idea de que ¡a lo mejor hubiera otra niña como ella en aquel jardín!
Bueno, la otra tiene un cuerpo tan mal hecho como el tuyo –explicó la rosa–, pero es más encarnada… y con pétalos algo más cortos, me parece…
–Los tiene bien recogidos, como los de una dalia –añadió el lirio irisado–, no cayendo desordenadamente, como los tuyos.
–Pero ya sabemos que no es por culpa tuya –interpuso generosamente la rosa–. Ya vemos que te estás empezando a ajar y cuando eso pasa, ya se sabe, no se puede evitar que se le desordenen a una un poco los pétalos.
A Alicia no le pustaba nada esa idea, de forma que para cambiar el tema de la conversación continuó preguntando:
–¿Y viene por aquí alguna vez?
–Estoy segura de que la verás dentro de poco –le aseguró la rosa–. Es de esa clase que lleva nueve puntas, ya sabes.
–Y ¿dónde las lleva! –preguntó Alicia con alguna curiosidad.
–Pues alrededor de la cabeza, naturalmente –replicó la rosa–. Me estaba preguntando precisamente por qué será que no tienes tú unas cuantas también. Creía que así es como debía ser por regla general.
-¡Ahí viene! –gritó una espuela de caballero–. Oigo sus pasos, pum, pum, avanzando por la gravilla del sendero.
Alicia miró ansiosamente a su alrededor y se encontró con que era la Reina roja.
–¡Pues sí que ha crecido!– fue su primera observación; pues, en efecto, cuando Alicia la vio por primera vez entre las cenizas de la chimenea no tendría más de tres pulgadas de altura… y ahora, ¡hétela aquí con media cabeza más que la misma Alicia!
–Eso se lo debe al aire fresco –explicó la rosa–, a este aire maravilloso que tenemos aquí afuera.
–Creo que iré a su encuentro –dijo Alicia, porque aunque las flores tenían ciertamente su interés, le pareció que le traería mucha más cuenta conversar con una auténtica reina.
–Así no lo lograrás nunca –le señaló la rosa– Si me lo preguntaras a mí, te aconsejaría que intentases andar en dirección contraria.
Esto le pareció a Alicia una verdadera tontería, de forma que sin dignarse a responder nada se dirigió al instante hacia la Reina. No bien lo hubo hecho, y con gran sorpresa por su parte, la perdió de vista inmediatamente y se encontró caminando nuevamente en dirección a la puerta de la casa.
Con no poca irritación deshizo el camino recorrido y después de buscar a la Reina por todas partes (acabó vislumbrándola a buena distancia de ella) pensó que esta vez intentaría seguir el consejo de la rosa, caminando en dirección contraria.
Esto le dio un resultado excelente, pues apenas hubo intentado alejarse durante cosa de un minuto, se encontró cara a cara con la Reina roja y además a plena vista de la colina que tanto había deseado alcanzar.
–¿De dónde vienes? –le preguntó la Reina– y ¿adónde vas? Mírame a los ojos, habla con tino y no te pongas a juguetear con los dedos.
Alicia observó estas tres advertencias y explicó lo mejor que pudo que había perdido su camino.
–No comprendo qué puedes pretender con eso de tu camino contestó la Reina–, porque todos los caminos de por aquí me pertenecen a mí…; pero, en todo caso –añadió con tono más amable–, ¿qué es lo que te ha traído aquí?. Y haz el favor de hacerme una reverencia mientras piensas lo que vas a contestar: así ganas tiempo para pensar.
Alicia se quedo algo intrigada por esto último, pero la Reina la tenía demasiado impresionada como para atreverse a poner reparos a lo que decía.
–Probaré ese sistema cuando vuelva a casa –pensó–, a ver qué resultado me da la próxima vez que llegue tarde a cenar.
–Es tiempo de que contestes a mi pregunta –declaró la Reina roja mirando su reloj–. Abre bien la boca cuando hables y dirígete a mí diciendo siempre «Su Majestad».
–Sólo quería ver cómo era este jardín, así plazca a Su Majestad…
–¡Así me gusta! –declaró la Reina dándole unas palmaditas en la cabeza, que a Alicia no le gustaron nada– aunque cuando te oigo llamar a esto «jardín»… ¡He visto jardines a cuyo lado esto no parecería más que un erial!
Alicía no se atrevió a discutir esta afirmación, sino que siguió explicando:
–…y pensé que valdría la pena de subir por este camino, para llegar a la cumbre de aquella colina…
–Cuando te oigo llamar «colina» a aquello… ¡Podría enseñarte montes a cuyo lado esa sólo parecería un valle!
–Eso sí que no lo creo –dijo Alicia, sorprendida de encontrarse nada menos que contradiciendo a la Reina–. Una colina no puede ser un valle, ya sabe, por muy pequeña que sea; eso sería un disparate…
La Reina roja negó con la cabeza:
–Puedes considerarlo un dísparate, si quieres –dijo–, ¡pero yo te digo que he oido disparates a cuyo lado éste tendría más sentido que todo un diccionario!
Alicia le hizo otra reverencia, pues el tono con que había dicho esto le hizo temer que estuviese un poquito ofendida; y así caminaron en silencio hasta que llegaron a la cumbre del montecillo.
Durante algunos minutos Alicia permaneció allí sin decir palabra, mirando el campo en todas direcciones…
¡Y qué campo más raro era aquel! Una serie de diminutos arroyuelos lo surcaban en línea recta de lado a lado y las franjas de terreno que quedaban entre ellos estaban divididas a cuadros por unos pequeños setos vivos que iban de orilla a orilla.
–¡Se diría que está todo trazado como sí fuera un enorme tablero de ajedrez –diio Alicia al fin–. Debiera de haber algunos hombres moviéndose por algún lado… y ¡ahí están! –añadió alborozada, y el corazón empezó a latirle con fuerza a medida que iba percatándose de todo–. ¡Están jugando una gran partida de ajedrez! ¡El mundo entero en un tablero!…, bueno, siempre que estemos realmente en el mundo, por supuesto. ¡Qué divertido es todo esto! ¡Cómo me gustaría estar jugando yo también! ¡Como que no me ímportaría ser un peón con tal de que me dejaran jugar…! Aunque, claro está, que preferiría ser una reina.
Al decir esto, miró con cierta timidez a la verdadera Reina, pero su compañera sólo sonrió amablemente y dijo:
–Pues eso es fácil de arreglar. Si quieres, puedes ser el peón de la Reina blanca, porque su pequeña, Lirio, es demasiado niña para jugar; ya sabes que has de empezar a jugar desde la segunda casilla; cuando llegues a la octava te convertirás en una Reina… –pero precisamente en este momento, sin saber muy bien cómo, empezaron a correr desaladas.
Alicia nunca pudo explicarse, pensándolo luego, cómo fue que empezó aquella carrera; todo lo que recordaba era que corrían cogidas de la mano y de que la Reina corría tan velozmente que eso era lo único que podía hacer Alicia para no separarse de ella; y aún así la Reina no hacía más que jalearla gritándole: «¡Más rápido, más rápido!» Y aunque Alicia sentía que simplemente no podia correr más velozmente, le faltaba el aliento para decírselo.
Lo más curioso de todo es que los árboles y otros objetos que estaban alrededor de ellas nunca variaban de lugar: por más rápido que corrieran nunca lograban pasar un solo objeto.
«–¿Será que todas las cosas se mueven con nosotras?» –se preguntó la desconcertada Alicia.
Y la Reina pareció leerle el pensamiento, pues le gritó: –¡Más rápido! ¡No trates de hablar!
Y no es que Alicia estuviese como para intentarlo, sentía como si no fuera a poder hablar nunca más en toda su vida, tan sin aliento se sentía. Y aún así la Reina continuaba jaleándola:
–¡Más! ¡Más rápido! –y la arrastraba en volandas.
–¿Estamos llegando ya? –se las arregló al fin Alicia para preguntar.
–¿Llegando ya? –repitió la Reina–. ¡Pero si ya lo hemos dejado atrás hace más de diez minutos! ¡Más rapido! –y continuaron corriendo durante algún rato más, en silencio y a tal velocidad que el aire le silbaba a Alicia en los oídos y parecía querer arrancarle todos los pelos de la cabeza, o así al menos le pareció a Alicia.
–¡Ahora, ahora! –gritó la Reina–. ¡Más rápido, más rápido!
Y fueron tan rápido que al final parecía como si estuviesen deslizándose por los aires, sin apenas tocar el suelo con los pies; hasta que de pronto, cuando Alicia ya creía que no iba a poder más, pararon y se encontró sentada en el suelo, mareada y casi sin poder respirar.
La Reina la apoyó contra el tronco de un árbol y le dijo amablemente:
–Ahora puedes descansar un poco.
Alicia miró alrededor suyo con gran sorpresa.
–Pero ¿cómo? ¡Si parece que hemos estado bajo este árbol todo el tiempo! ¡Todo está igual que antes!
–¡Pues claro que sí! –convino la Reina–. Y ¿cómo si no?
–Bueno, lo que es en mi país –aclaró Alicia, jadeando aún bastante– cuando se corre tan rápido como lo hemos estado haciendo y durante algún tiempo, se suele llegar a alguna otra parte…
–¡Un país bastante lento! –replicó la Reina–. Lo que es aquí, como ves, hace falta correr todo cuanto una pueda para permanecer en el mismo sitio. Si se quiere llegar a otra parte hay que correr por lo menos dos veces más rápido.
–No, gracias; no me gustaría intentarlo –rogó Alicia–; estoy muy a gusto aquí… sólo que estoy tan acalorada y tengo tanta sed…
–¡Ya sé lo que tú necesitas! –declaró la Reina de buen grado, sacándose una cajita del bolsillo–. ¿Te apetece una galleta?
A Alicia le pareció que no sería de buena educación decir que no, aunque no era en absoluto lo que hubiese querido en aquel momento. Así que aceptó el ofrecimiento y se comió la galleta tan bien como pudo, ¡y qué seca estaba! ¡No creía haber estado tan a punto de ahogarse en todos los días de su vida!
–Bueno, mientras te refrescas –continuó la Reina–, me dedicaré a señalar algunas distancias.
Y sacando una cinta de medir del bolsillo empezó a jalonar el terreno, colocando unos taquitos de madera, a modo de mojones, por aquí y por allá.
–Cuando haya avanzado dos metros –dijo, colocando un piquete para marcar esa distancia– te daré las instrucciones que habrás de seguir… ¿Quieres otra galleta?
–¡Ay, no, gracias! –contestó Alicia–. Con una tengo más que suficiente.
–Se te ha quitado la sed, entonces, ¿eh? –comentó la Reina.
Alicia no supo qué contestar a esto, pero afortunadamente no parecia que la Reina esperase una respuesta, pues continuó diciendo:
–Cuando haya avanzado tres metros, te las repetiré, no vaya a ser que se te olviden. Cuando llegue al cuarto, te diré «adiós». Y cuando haya pasado el quinto, ¡me marcharé!
Para entonces la Reina tenia ya colocados todos los piquetes en su sitio; Alicia siguió con mucha atención cómo volvía al árbol y empezaba a caminar cuidadosamente por la hilera marcada.
Al llegar al piquete que marcaba los dos metros se volvió y dijo:
–Un peón puede avanzar dos casillas en su primer movimiento, ya sabes. De forma que irás muy de prisa través de la tercera casilla… supongo que lo harás en tren… y te encontrarás en la cuarta antes de muy poco tiempo. Bueno, esa casilla es de Tweedledum y Tweedledee… En la quinta casilla casi no hay más que agua… La sexta pertenece a Humpty Dumpty… pero ¿no dices nada?
–Yo… yo no sabía que tuviese que decir nada… por ahora… –vaciló intimidada Alicia.
–Pues debías haber dicho -regañó la Reina con tono bien severo– «Pero ¡qué amable es usted en decirme todas estas cosas»… Bueno, supondremos que lo has dicho… La séptima casilla es toda ella un bosque… pero uno de los caballos te indicará el camino… y en la octava ¡seremos reinas todas juntas y todo serán fiestas y ferias!
Alicia se puso en pie, hizo una reverencia y volvió a sentarse de nuevo.
Al llegar al siguiente piquete, la Reina se volvió de nuevo y esta vez le dijo:
–Habla en francés cuando no te acuerdes de alguna palabra en castellano… acuérdate bien de andar con las puntas de los pies hacia afuera… y ¡no te olvides nunca de quién eres!
Esta vez no esperó a que Alicia le hiciera otra reverencia, sino que caminó ligera hacia el próximo piquete, donde se volvió un momento para decirle «adiós» y se apresuró a continuar hacia el último.
Alicia nunca supo cómo sucedió, pero la cosa es que precisamente cuando la Reina llegó al último piquete, desapareció. Sea porque se había desvanecido en el aire, sea porque había corrido rápidamente dentro del bosque (–Y vaya que si puede correr –pensó Alicia) no había manera de adivinarlo; pero el hecho es que había desaparecido y Alicia se acordó de que ahora era un peón y que pronto le llegaría el momento de avanzar.
Comentarios Facebook