Capítulo 3 – INSECTOS DEL ESPEJO
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Sin embargo, aquello era todo menos una abeja común y corriente: en realidad, era un elefante… Así lo pudo, comprobar Alicia bien pronto, quedándose pasmada del asombro. –¡Y qué enorme tamaño el de esas flores! –fue lo siguiente que se le ocurrió. –Han de ser algo asi como cabañas sin techo, colocadas sobre un tallo… y ¡que cantidades de miel que tendrán dentro! Creo que voy a bajar allá y… pero no, tampoco hace falta que vaya ahorita misno… –continuó, reteniéndose justo a tiempo para no empezar a correr cuesta abajo, buscando una excusa para justificar sus súbitos temores. –No sería prudente aparecer así entre esas bestias sin una buena rama para espantarlos… y ¡lo que me voy a reír cuando me pregunten que si me gustó el paseo y les conteste «Ay, sí, lo pasé muy bien… (y aquí hizo ese mohín favorito que siempre hacia con la cabeza)… sólo que hacía tanto polvo y tanto calor… y los elefantes se pusieron tan pesados!»
–Será mejor que baje por el otro lado –dijo después de pensarlo un rato– que a los elefantes ya tendré tiempo de visitarlos más tarde. Además, ¡tengo tantas ganas de llegar a la tercera casilla!
Así que con esta excusa corrió cuesta abajo y cruzó de un salto el primero de los seis arroyos.
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–¡Billetes, por favor! –pidió el inspector, asomando la cabeza por la ventanilla. En seguida todo el mundo los estaba exhibiendo: tenían más o menos el mismo tamaño que las personas y desde luego parecían ocupar todo el espacio dentro del vagón.
–¡Vamos, niña! ¡Enséñame tu billete! –insistió el inspector mirando enojado a Alicia. Y muchas otras voces dijeron todas a una (–Como si fuera el estribillo de una canción –pensó Alicia) –¡Ala, niña! ¡No le hagas esperar, que su tiempo vale mil libras por minuto!
–Siento decirle que no llevo billete –se excusó Alicia con la voz alterada por el temor–: no había ninguna oficina de billetes en el lugar de donde vengo.
Y otra vez se reanudó el coro de voces: –No había sitio para una oficina de billetes en el lugar de donde viene. ¡La tierra allá vale a mil libras la pulgada!
–¡No me vengas con esas excusas! –dijo el inspector– Debieras haber comprado uno al conductor.
Y otra vez el coro de voces reanudó su cantilena:
–El conductor de la locomotora ¡como que sólo el humo que echa vale a mil libras la bocanada!
Alicia se dijo a sí misma –Pues en ese caso no vale la pena decir nada–. Esta vez las voces no corearon nada, puesto que no había hablado, pero con gran sorpresa de Alicia lo que si hicieron fue pensar a coro (y espero que entendáis lo que eso quiere decir… pues he de confesar que lo que es yo, no lo sé). –Tanto mejor no decir nada. ¡Que el idioma está ya a mil libras la palabra!
–A este paso, ¡estoy segura de que voy a estar soñando toda la noche con esas dichosas mil libras! ¡Vaya si lo sé! –pensó Alicia.
El inspector la había estado contemplando todo este tiempo, primero a través de un telescopio, luego por un microscopio y por último con unos gemelos de teatro. Para terminar, le dijo –Estás viajando en dirección contraria –y fuese, cerrando sin más la ventanilla.
–Una niña tan pequeña –sentenció un caballero que estaba sentado enfrente de Alicia (y que estaba todo él vestido de papel blanco)– debiera de saber la dirección que lleva, ¡aunque no sepa su propio nombre!
Una cabra que estaba sentada al lado del caballero de blanco, cerró los ojos y dictaminó con voz altisonante, –Debiera conocer el camino a la oficina de billetes, ¡aunque no sepa su abecé!
Sentado al lado de la cabra iba un escarabajo (el vagón aquel iba desde luego ocupado por unos pasajeros harto extraños) y como parecía que la regla era la de que hablasen todos por turno, ahora a éste le tocó continuar diciendo, –¡Tendrá que volver de aquí facturada como equipaje!
Alicia no podía ver quién estaba sentado más allá del escarabajo, pero sí pudo oír cómo una voz enronquecida la emprendía diciendo también algo: –¡Cambio de máquina…! –fue todo lo que pudo decir porque se le cortó la voz.
–Por la manera que tiene de hablar no sé si decir que es un caballo bronco o un gallo –pensó Alicia. Y una vocecita extremadamente ligera le dijo, muy cerca, al oido –Podrías si quisieras hacer un chiste con eso, algo así como «al caballo le ha salido un gallo».
Entonces, otra voz muy suave dijo en la lejanía –Ya sabéis, habrá que ponerle una etiqueta que diga «Frágil, niña dentro; con cuidado».
Después de esto, otras voces también intervinieron (–¡Cuánta gente parece haber en este vagón! –pensó Alicia) diciendo –Habrá que remitirla por correo, ya que lleva un traje estampado… habrá que mandarla por telégrafo… que arrastre ella misma el tren en lo que queda de camino… –y así hasta la saciedad).
Pero el caballero empapelado de blanco se inclinó hacia ella y le susurró al oído –No hagas caso de lo que están diciendo, querida: te bastará con sacar un billete de retorno cada vez que el tren se detenga.
–¡Eso sí que no! –respondió Alicia con bastante impaciencia–. Nunca tuve la menor intención de hacer este viaje por tren… hasta hace sólo un momento estaba tan tranquila en un bosque… y ahora ¡cómo me gustaría poder volver ahí de nuevo!
–Podrías hacer un chiste con eso –volvió a insinuar esa vocecilla que parecía tener tan cerca suyo–; algo así como «pudiera si gustase o gustaría si pudiese», ya sabes.
–¡Deja ya de fastidiar! –dijo Alicia, mirando en derredor para ver de dónde provenía la vocecilla–. Si tienes tantas ganas de que haga un chiste, ¡por qué no lo haces tú misma!
La pequeña vocecilla dio un hondo suspiro. Estaba muy disgustada, evidentemente, y a Alicia le hubiera gustado decirle algo amable para consolarla –Si sólo suspirara como todo el mundo… –pensó. Pero no, aquel había sido un suspiro tan maravillosamente imperceptible que no lo hubiera oído nunca si no estuviera tan cerca de su oído. Lo que tuvo la consecuencia de hacerle muchas cosquillas y esto fue lo que la distrajo de pensar en el disgusto de la pobre y diminuta criatura.
–Yo ya sé que eres una persona amiga –continuó diciendo la vocecilla–: una buena amiga mía y de hace mucho tiempo, además. Por eso sé que no me harás daño, aunque sea un insecto.
–¿Qué clase de insecto? –preguntó Alicia con cierta ansiedad. En realidad, lo que le preocupaba era si podía o no darle un pinchazo, sólo que le pareció que no sería de muy buena educación preguntárselo así directamente.
–¡Cómo! ¿Entonces es que a ti no… –empezó a decir la vocecilla, pero cualquiera que fuese su explicación, quedó ahogada por un estridente silbato de la locomotora; todo el mundo saltó alarmado de sus asientos y Alicia también con los demás.
El caballo, que había asomado la cabeza por la ventanilla, la volvió a meter tranquilamente y dijo –No es más que un arroyo que tenemos que saltar. –Todo el mundo pareció quedar satisfecho con esta explicación, pero Alicia no las tenía todas consigo ante la idea de que el tren se pusiese a dar saltos. –Aunque si así llegamos a la cuarta casilla ¡creo que valdría la pena probarlo! –concluyó para sus adentíos. Al momento siguiente sintió cómo el vagón se elevaba por los aires y con el susto que esto le dio se agarró a lo que tuviera más cerca y dio la casualidad de que esto fue la barba de la cabra.
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Pero la barba pareció disolverse en el aire al tocarla y Alicia se encontró sentada tranquilamente bajo un árbol… mientras el mosquito (pues no era otra cosa el insecto con el que había estado hablando) se balanceaba sobre una rama encima de su cabeza y la abanicaba con sus alas.
Ciertamente que se trataba de un mosquito bien grande. –Tendrá el tamaño de una gallina –pensó Alicia.
De todas formas, no se iba a poner nerviosa ahora, después de que había estado charlando con él durante tanto rato como si nada.
–¿… entonces, a ti no te gustan todos los insectos? –continuó su pregunta el mosquito, como si no hubiera pasado nada.
–Me gustan cuando pueden hablar –respondió Alicia–. En el lugar de donde yo vengo no hay ninguno que hable.
–¿Cuáles son los insectos que te encantan –le preguntó el mosquito– en el país de donde vienes?
–A mí no me encanta ningún insecto –explicó Alicia–, porque me dan algo de miedo… al menos los grandes. Pero, en cambio, puedo decirte los nombres de algunos.
–Por supuesto que responderán por sus nombres –observó descuidadamente el mosquito.
–Nunca me lo ha parecido.
–Entonces, ¿de qué sirve que tengan nombres, si no responden cuando los llaman?
–A ellos no les sirve de nada –explicó Alicia–, pero sí les sirve a las personas que les dan los nombres, supongo. Si no ¿por qué tienen nombres las cosas?
–¡Vaya uno a saber! –replicó el mosquito–. Es más, te diré que en ese bosque, allá abajo, las cosas no tienen nombre. Sin embargo, adelante con esa lista de insectos, que estamos perdiendo el tiempo.
–Bueno, pues primero están los tábanos, que están siempre molestando a los caballos –reanudó Alicia, llevando la cuenta con los dedos.
–¡Vale! –le interrumpió el mosquito–: Pues allí, encaramado en medio de ese arbusto, verás a un tábano-de-caballitos-de-madera. También él está todo hecho de madera y se mueve por ahí balanceándose de rama en rama.
–¿De qué vive? –preguntó Alicia, con gran curiosidad.
-Pues de savia y serrín –respondió el mosquito–. ¡Sigue con esa lista!
Alicia contempló al tábano-de-aballitos-de-madera con gran interés y decidió que seguramente lo acababan de repintar porque tenía un aspecto tan brillante y pegajoso; y entonces continuó:
–Luego, está la luciérnaga.
–Mira ahí, sobre esa rama encima de tu cabeza –señaló el mosquito– y verás una hermosa luciérnaga de postre. Su cuerpo está hecho de budín de pasas, sus alas de hojas de acebo y su cabeza es una gran pasa flameando al coñac.
–¿Y de qué vive? –preguntó Alicia, igual que antes.
–Pues de turrones y mazapán –respondió el mosquito-, y anida dentro de una caja de aguinaldos.
–Luego, tenemos a la mariposa –continuó Alicia, después de haber echado un buen vistazo al insecto de la flameante cabeza y de haberse preguntado –¿Y no será por eso que a los insectos les gusta tanto volar hacia la llama de las velas…?, ¿por qué todos quieren conveítirse en luciérnagas de postre?
–Pues arrastrándose a tus pies –dijo el mosquito (y Alicia apartó los pies con cierta alarma) podrás ver a una melindrosa meriendaposa o mariposa de meriendas. Tiene las alas hechas de finas rebanadas de pan con mantequilla, el cuerpo de hojaldre y la cabeza es toda ella un terrón de azícar.
–Y ésta ¿de qué vive?
–De té muy clarito con crema.
A Alicia se le ocurrió una nueva dificultad:
–Y ¿qué le pasaría si no pudiera encontrarlo? –insinuó.
–Pues que se moriría, naturalmente.
–Pero eso ha de sucederles muy a menudo –dijo Alicia pensativa.
–Siempre les pasa –afirmó el mosquito.
Con esto, Alicia se quedó callada durante un minuto o dos, considerándolo todo. Mientras tanto, el mosquito se entretenía zumbando y dando vueltas y más vueltas alrededor de su cabeza. Por fin, volvió a posarse y observó:
–¿Supongo que no te querrías quedar sin nombre?
–De ninguna manera –se apresuró a contestar Alicia, no sin cierta ansiedad.
–Y sin embargo, ¿quién sabe? –continuó diciendo el mosquito, así como quien no le da importancia a la cosa–. ¡Imagínate lo conveniente que te sería volver a casa sin nombre! Entonces si, por ejemplo, tu niñera te quisiese llamar para que estudiaras la lección, no podría decir más que «¡Ven aquí…!», y allí se quedaría cortada, porque no tendria ningún nombre con que llamarte, y entonces, claro está, no tendrías que hacerle ningún caso.
–¡Estoy segura de que eso no daría ningún resultado! –respondió Alicia–. ¡Mi niñera nunca me perdonaría una lección sólo por eso! Si no pudiese acordarse de mi nombre me llamaría «seriorita», como hacen los sirvientes.
–Bueno, pero entonces si dice «señorita» sin decir más, tú podrías decir que habías oído que «te la quita» y quedarte también sin lección. ¡Es un chiste! Me hubiese gustado que lo hubieses hecho tú.
–No sé por qué dices que te habría gustado que se me hubiera ocurrido a mí –replicó Alicia–; es un chiste muy malo.
Pero el mosquito sólo suspiró profundamente, mientras dos lagrimones le surcaban las mejillas.
–No debieras de hacer esos chistes –le dijo Alicia– si te ponen tan triste.
Otra vez le dio al mosquito por dar uno de esos imperceptibles suspiros melancólicos y esta vez sí que pareció haberse consumido de tanto suspirar, pues cuando Alicia miró hacia arriba no pudo ver nada sobre la rama; y como se estaba enfriando de tanto estar sentada se puso en pie y empezó a andar.
Muy pronto llegó a un campo abierto con un bosque al fondo: parecía mucho más oscuro y espeso que el anterior y Alicia se sintió algo atemorizada de adentrarse en él. Pero, después de pensarlo, se sobrepuso y decidió continuar adelante: –Porque desde luego no voy a volverme atrás –decidió mentalmente; y además era la única manera de llegar a la octava casilla.
–Este debe ser el bosque –se dijo, preocupada– en el que las cosas carecen de nombre. Me pregunto, ¿qué le sucederá al mío cuando entre en él? No me gustarfa perderlo en absoluto… porque en ese caso tendrían que darme otro y estoy segura de que sería uno feísimo. Pero si asi fuera ¡lo divertido será buscar a la criatura a la que la hayan dado el mío! Seria igual que en esos anuncios de los periódicos que pone la gente que pierde a sus perros… «responde por el nombre de ‘Chispa’; lleva un collar de bronce…» ¡Qué gracioso sería llamar a todo lo que viera «Alicia» hasta que algo o alguien respondiera! Sólo que si supieran lo que es bueno se guardarían mucho de hacerlo.
Estaba argumentando de esta manera cuando llegó al lindero del bosque: tenía un aspecto muy fresco y sombreado.
–Bueno, al menos vale la pena –dijo mientras se adentraba bajo los árboles–, después de haber pasado tanto calor, entrar aquí en este… en este… ¿en este qué? –repetía bastante sorprendida de no poder acordarse de cómo se llamaba aquello–. Quiero decir, entrar en el … en el… bueno… vamos, ¡aquí dentro! –afirmó al fin, apoyándose con una mano sobre el tronco de un árbol–. ¿Cómo se llamará todo esto? Estoy empezando a pensar que no tenga ningún nombre… ¡Como que no se llama de ninguna manera!
Se quedó parada ahí pensando en silencio y continuó súbitamente sus cavilaciones: –Entonces, ¡la cosa ha sucedido de verdad, después de todo! Y ahora, ¿quién soy yo? ¡Vaya que si me acordaré! ¡Estoy decidida a hacerlo! –Pero de nada le valía toda su determinación y todo lo que pudo decir, después de mucho hurgarse la memoria, fue –L. ¡Estoy segura de que empieza por L!
En ese preciso momento se acercó un cervato a donde estaba Alicia; se puso a mirarla con sus tiernos ojazos y no parecía estar asustado en absoluto. –iVen! ¡Ven aquí! –le llamó Alicia, alargando la mano e intentando acariciarlo; pero el cervato se espantó un poco y apartándose unos pasos se la quedó mirando.
–¿Cómo te llamas tú? –le dijo al fin, y ¡qué voz más dulce que tenía!
–¡Cómo me gustaría saberlo! –pensó la pobte Alicia; pero tuvo que confesar, algo tristemente: –No me llamo nada, por ahora.
–¡Piensa de nuevo! –insistió el cervato, porque así no vale.
Alicia pensó, pero no se le ocurría nada. –Por favor, ¿me querrías decir cómo te llamas tú? –rogó tímidamente–. Creo que eso me ayudaría un poco a recordar.
–Te lo diré si vienes conmigo un poco más allá –le contestó el cervato porque aquí no me puedo acordar.
Así que caminaron juntos por el bosque, Alicia abrazada tiernamente al cuello suave del cervato, hasta que llegaron a otro campo abierto; pero, justo al salir del bosque, el cervato dio un salto por el aire y se sacudió del brazo de Alicia. –¡Soy un cervato! –gritó jubilosamente-, y tú… ¡Ay de mí! ¡Si eres una criatura humana! –Una expresión de pavor le nubló los hermosos ojos marrones y al instante salió de estampia.
Alicia se quedó mirando por donde huía, casi a punto de romper a llorar, tal era la pena que le había causado perder tan súbitamente a un compañero de viaje tan amoroso –En todo caso –dijo– al menos ya me acuerdo de cómo me llamo, y eso me consuela un poco: Alicia… Alicia… y ya no he he de olvidar. Y ahora, vamos a ver cuál de esos postes indicadores he de seguir, ¿por dónde habré de ir?
No era una cuestión demasiado difícil de resolver, pues sólo había un camino por el bosque y los dos postes señalaban, con los índices de sus dos manos indicadoras, en la misma dirección. –Lo decidiré –se dijo Alicia– cuando el camino se bifurque y señalen en direcciones contrarias.
Pero aquello no tenía trazas de suceder. Siguió adelante, andando y andando, durante un buen trecho y, sin embargo, cada vez que el camino se bifurcaba, siempre se encontraba con los mismos indicadores, los índices de sus respectivas manos apuntando en la misma dirección. Uno decía:
A CASA DE TWEEDLEDUM
y el otro:
A CASA DE TWEEDLEDEE
–Estoy empezando a creer –dijo Alicia al fin– ¡que viven en la misma casa! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?… Pero no tengo tiempo para entretenerme; me pasaré por ahí un momento, el tiempo justo de saludarles y de rogarles que me indiquen el camino para salir del bosque. ¡Si sólo pudiera llegar a la octava casilla antes de que anochezca! –Y de esta guisa, continuó hablando consigo misma, hasta que al doblar un fuerte recodo del camino, se topó con dos hombrecillos regordetes, pero tan de sopetón que no pudo reprimir un respingo de sorpresa; pero se recobró al momento, segura de que ambos personajes no podían ser más que…
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