A Través del Espejo

Capítulo 7 – EL LEÓN Y EL UNICORNIO


Al momento comenzaron a acudir soldados corriendo desde todas partes del bosque, primero de a dos y de a tres, luego en grupos de diez y veinte, y finalmente en cohortes tan numerosas que parecían llenar el bosque entero. Alicia se refugió tras un árbol por miedo a que fueran a atropellarla y estuvo así viéndolos pasar.

Pensó que nunca habia visto en toda su vida soldados de píe tan poco firme: constantemente estaban tropezando con una cosa u otra de la manera más torpe, y cada vez que uno de ellos daba un traspiés y rodaba por el suelo, muchos otros más caían detrás sobre él, de forma que al poco rato todo el suelo estaba cubierto de soldados apisados en pequeños montones.

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Entonces aparecieron los caballos. Como tenían cuatro patas, se las arreglaban mejor que los soldados; pero incluso aquellos tropezaban de vez en cuando y a juzgar por el resultado, parecía ser una regla bien establecida la de que cada vez que tropezaba un caballo, su jinete debía de caer al suelo en el acto. De esta manera, la confusión iba aumentando por momentos y Alícia se alegró mucho de poder salir del bosque, por un lugar abierto en donde se encontró con el Rey blanco sentado en el suelo, muy atareado escribiendo en su cuaderno de notas.

–¡Los he mandado a todos! –exclamó regocíjado el Rey al ver a Alicia. –¿Por casualidad no habrás visto a unos soldados, querida, mientras venías por el bosque?

–Desde luego que sí –dijo Alicia– y a lo que me pareció, no habría menos de varios miles.

–Cuatro mil doscientos siete, para ser exactos –aclaró el Rey consultando sus notas– y no pude enviar a todos los caballos, como comprenderás, porque dos de ellos han de permanecer al menos jugando la partida. Tampoco he enviado a los dos mensajeros. Ambos se han marchado a la ciudad. Mira por el camino y dime, ¿alcanzas a ver a alguno de los dos?

–No…, a nadie –declaró Alicia.

–¡Cómo me gustaría a mí tener tanta vista! –exclamó quejumbroso el Rey–. ¡Ser capaz de ver a Nadie! ¡Y a esa distancia! ¡Vamos, como que yo, y con esta luz, ya hago bastante viendo a alguien!

Pero Alicia no se enteró de nada de todo esto pues seguía mirando con atención a lo lejos por el camino, protegiéndose los ojos con la mano. –¿Ahora sí que veo a alguien! –exclamó por fin– pero viene muy despacio…, ¡qué posturas más raras! –pues el mensajero no hacía más que dar botes de un lado a otro y se retorcía como una anguila a medida que avanzaba, extendiendo sus manazas a ambos lados como si fuesen abanicos.

–Nada de raras –explicó el Rey. –Es que es un mensajero anglosajón…, y lo que pasa es que adopta actitudes anglosajonas. Eso sólo le ocurre cuando está contento. Se llama Haigha –nombre que pronunciaba como si se escribiera Je-ja.

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Al oír esto, Alicia no pudo contenerse y empezó a jugar a las letras: –Viene un barco cargado de H; amo a mi amor con H porque es hermoso; lo odio con H porque es horroroso. Lo alimento de…, de…, de habas y heno. Su nombre es Haigha y vive…

–Vive en la higuera –suplió el Rey con toda naturalidad, sin tener la menor idea de que estaba participando en un juego, mientras Alicia se devanaba los sesos por encontrar el nombre de una ciudad que empezase por H.

–El otro mensajero se llama Hatta. Tengo que tener a dos, ¿comprendes?, para ir y venir: uno para ir y el otro para venir.

–Le ruego que me repita eso –dijo Alicia sorprendida.

–¡Niña: a Dios rogando y con el mazo dando! –amonestó el Rey.

–Sólo quise decir que no habia comprendido –se excusó Alicia. –¿Por qué uno para venir y otro para ir?

–¿Pero no te lo estoy diciendo? –dijo el Rey con cierta impaciencia– necesito tener a dos…, para llevar y traer…, uno para llevar y otro para traer.

En ese momento llegó el mensajero: pero estaba demasiado extenuado y sólo podía jadear, incapaz de pronunciar una sola palabra, agitando desordenadamente las manos y haciéndole al Rey las muecas más pavorosas.

–Esta jovencita te ama con H –dijo el Rey presentándole a Alicia, con la esperanza de distraer hacia ella la atención tan alarmante del mensajero…, pero en vano…, las actitudes anglosajonas se hacían más extraordinarias por momentos, mientras que sus grandes ojazos giraban violentamente en sus órbitas.

–¡Me estás asustando! –se quejó el Rey– siento un desmayo… ¡Dame unas habas!

Al oír esto, el mensajero, ante el regocijo de Alicia, abrió una saca que llevaba colgada al cuello y extrajo unas cuantas, que le dio al Rey y que este devoró con ahinco.

–¡Más habas! –ordenó el Rey.

–Ya no queda más que heno –contestó el mensajero examinando el interior de su saca.

–Pues heno, entonces –murmuró el Rey con un hilo de voz.

Alicia se tranquilizó al ver que esta vitualla parecía reanimarlo considerablemente. –No hay como comer heno cuando se siente uno desmayar! –comentó el Rey mientras mascaba con gusto.

–Estoy segura de que una rociada de agua fría le sentaría mucho mejor –sugirió Alicia– o quizá unas sales volátiles…

–Yo no dije que hubiese algo mejor –replicó el Rey. –Sólo dije que no había nada como comer –afirmación que desde luego Alicia no se atrevió a contradecir.

–¿Te encontraste con alguien por el camino? –continuó el Rey extendiendo la mano para que el mensajero le diera más heno.

–A nadie –reveló el mensajero.

–Eso cuadra perfectamente –asintió el Rey– pues esta jovencita también vio a Nadie. Asi que, naturalmente, Nadie puede andar más despacio que tú.

–¡Hago lo que puedo! –se defendió el mensajero malhumorado. –¡Estoy seguro de que nadie anda más rápido que yo!

–Eso no puede ser –contradijo el Rey– pues de lo contrario habría llegado aquí antes que tú. No obstante, ahora que has recobrado el aliento, puedes decirnos lo que ha pasado en la ciudad.

–Lo diré en voz baja –dijo el mensajero, llevándose las manos a la boca a modo de trompetilla, e inclinándose para hablar en la misma oreja del Rey. Alicia lo sintió porque también ella quería enterarse de las noticias. Sin embargo, en vez de cuchichear, el mensajero gritó a todo pulmón: –¡¡Ya están armándola otra vez!!

–¡¿A eso le llamas hablar en voz baja?! –gritó el Rey dando brincos y sacudiéndose como podía. –¡Si vuelves a hacer una cosa así haré que te unten de mantequilla! ¡Me ha atravesado de un lado a otro de la cabeza como si hubiese tenido un terremoto dentro!

–Pues habrá tenido que ser un terremoto muy chiquito –pensó Alicia. –¿Quiénes la están armando otra vez? –se atrevió a preguntar.

–¿Quién va a ser? –dijo el Rey– el león y el unicornio, por supuesto.

–¿Estarán luchando por la corona?

–¿Pues y por qué si no? –respondió el Rey. Y lo más gracioso del asunto es que la corona no es ni del uno ni del otro, ¡sino que es la mía! ¡Corramos allá a verlos!– Y emprendieron la carrera, mientras, Alicia se acordaba de la letra de una vieja canción:


         El león y el unicornio
         por una corona
         siempre sin tregua se batían.

         El león al unicornio
         por toda la ciudad
         una buena paliza le ha dado.

         Unos les dieron pan
         y otros borona.
         Unos les dieron pastel
         y otros a tortas,
         redoblando tambores,
         de la ciudad los echaron.

–¿Acaso…, el que…, gana…, se lleva la corona! –preguntó Alicia como pudo, pues de tanto correr estaba perdiendo el aliento.

–¡De ninguna manera! –exclamó el Rey. –¡Dios nos libre!

–Querría ser…, tan amable…, –jadeó Alicia después de correr un rato más– de parar un minuto…, sólo para…, recobrar el aliento?

–Tan amable, sí soy –contestó el Rey– sólo que fuerte no lo soy tanto. Ya sabes lo veloz que corre un minuto. ¡Intentar pararlo sería como querer alcanzar a un zamarrajo!

A Alicia no le quedaba ya aliento para seguir hablando de forma que continuaron corriendo en silencio, hasta que llegaron a un lugar donde se veía a una gran muchedumbre reunida en torno al león y al unicornio mientras luchaban. Ambos habían levantado una polvareda tal que al principio Alicia no pudo distinguir cuál era cuál; aunque pronto identificó al unicornio por el cuerno que le asomaba.

Se colocaron cerca de donde estaba Hatta, el otro mensajero, que también estaba ahí contemplando la pelea, con una taza de té en una mano y una rebanada de pan con mantequilla en la otra.

–Acaba de salir de la cárcel y aún no había acabado de tomar el té cuando lo encerraron –susurró Haigha al oído de Alicia– y allá dentro sólo les dan conchas de ostra para comer…, de forma que está el pobre muy hambriento y sediento. ¿Cómo estás, mi hijito continuó dirigiéndose al sombrerero y pasándole el brazo afectuosamente por el cuello.

El sombrerero se volvió y asintió con la cabeza, pero siguió ocupado con su té y su pan con mantequilla.

–¿Lo pasaste bien en la cárcel, viejito querido? –le preguntó Haigha.

El sombrerero se volvió de nuevo, pero esta vez unos lagrimones le rodaron por la mejilla; pero de hablar, nada.

–¡A ver si hablas de una vez! –le espetó impacientado Haigha. Pero el sombrerero continuó mascando tan campante y sorbiendo su te.

–¡A ver si hablas de una vez! –le gritó el Rey. –¿Cómo va esa pelea?

El sombrerero hizo un esfuerzo desesperado y logró tragar un trozo bien grande de pan y mantequilla que tenía aún en la boca.

–Se las están arreglando muy bien los dos –respondió, atragantándose–. Ambos han mordido el polvo unas ochenta y siete veces.

–Entonces, supongo que estarán a punto de traer el pan y la borona –se atrevió a observar Alicia.

Ahí está esperando a que acaben –dijo el sombrerero–; yo me estoy comiendo un trocito.

cap73

Se produjo entonces una pausa en la pelea y el león y el unicornio se sentaron en el suelo, jadeando, lo que aprovechó el Rey para darles una tregua, proclamando a voces:

–¡Diez minutos de refresco!

Haigha y Hatta se pusieron inmediatamente a trabajar pasando bandejas de pan negro y blanco. Alicia se sirvió un poco para probar, pero estaba muy seco.

–No creo que luchen ya más por hoy –le dijo el Rey a Hatta–, así que ve y ordena que empiecen a doblar los tambores.

Y el sombrerero salió dando botes como un saltamontes.

Durante un minuto o dos Alicia se quedó en silencio, contemplando cómo se alejaba. Pero de pronto se llenó de gozo:

–¡Mirad! –exclamó, señalando apresuradamente en aquella dirección–: ¡Por ahí va la Reina blanca corriendo por el campo! Acaba de salir volando del bosque por allá lejos… ¡Vaya lo rápido que pueden volar estas Reinas!

–La perseguirá algún enemigo, sin duda –comentó el Rey sin tan siquiera volverse–. Ese bosque está infestado de ellos.

–Pero… ¿no va a ir corriendo a ayudarla? –preguntó Alicia muy sorprendida de que lo tomara con tanta calma.

–No vale la pena; no serviría de nada –se excusó el Rey–. Corre tan velozmente que sería como intentar agarrar a un zamarrajo. Pero escribiré un memorándum sobre el caso, si quieres… ¡Es tan buena persona! –comentó en voz baja consigo mismo, mientras abría su cuaderno de notas–. Oye, ¿«buena» se escribe con «b» o con «v»?

En este momento el unicornio se paseó contoneándose cerca de ellos, con las manos en los bolsillos.

–He salido ganando esta vez, ¿no? –le dijo al Rey apenas mirándolo por encima cuando pasaba a su lado.

–Un poco…, un poco… –concedió el Rey algo nerviosamente–. No debiste haberlo atravesado de esa cornada, ¿no te parece?

–No le hizo el menor daño –aseguró el unicornio sin darle importancia, e iba a continuar hablando cuando su vista se topó con Alicia; se volvió en el acto y se quedó ahí pasmado durante algún rato, mirándola con un aire de profunda repugnancia.

–¿Qué es… esto? –dijo al fin.

–Esto es una niña –explicó Haigha de muy buena gana, poniéndose entre ambos para presentarla, para lo que extendió ambas manos en su dirección, en característica actitud anglosajona–. Acabamos de encontrarla hoy. Es de tamaño natural y ¡el doble de espontánea!

–¡Siempre creí que se trataba de un monstruo fabuloso! –exclamó el unicornio–. ¿Está viva?

–Al menos puede hablar –declaró solemnemente Haigha.

El unicornio contempló a Alicia con una mirada soñadora y le dijo: –Habla, niña.

Alicia no pudo impedir que los labios se le curvaran en una sonrisa mientras rompía a hablar, diciendo: –¿Sabe una cosa?, yo también creí siempre que los unicornios eran unos monstruos fabulosos. ¡Nunca había visto uno de verdad!

–Bueno, pues ahora que los dos nos hemos visto el uno al otro –repuso el unicornio– si tu crees en mi, yo creeré en tí, ¿trato hecho?

–Sí, como guste –contestó Alicia.

–¡Ala! ¡A ver si aparece ese pastel de frutas, viejo! –continuó diciendo el unicornio, volviéndose hacia el Rey–. ¡A mí que no me vengan con ese pan negro!

–¡Desde luego…, desde luego! –se apresuró a balbucear el Rey, e hizo una seña a Haigha–: Abre el saco –susurró–. ¡Rápido! ¡Ese no…, no tiene más que heno!

Haigha extrajo un gran pastel del saco y se lo dio a Alicia para que se lo tuviera mientras él se ocupaba de sacar una fuente y un cuchillo de trinchar. Alicia no podía comprender cómo salían tantas cosas del saco. –Es como si fuera un truco de magia– pensó.

Mientras sucedía todo esto, el león se reunió con ellos: tenía un aspecto muy cansado y somnoliento y hasta se le cerraban un poco los ojos.

–¿Qué es esto? –preguntó, parpadeando indolentemente en dirección a Alicia y hablando en un tono de voz huero y cavernoso que sonaba como si fuese el doblar de una gran campana.

–¡A ver, a ver! ¿A ti qué te parece que es? –exclamó ansiosamente el unicornio–. ¡A que no lo adivinas! ¡Yo desde luego no pude hacerlo!

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El león contempló a Alicia cansinamente. –¿Eres animal…, vegetal…, o mineral…?– preguntó, bostezando a cada palabra.

–¡Es un monstruo fabuloso! –gritó el unicornio antes de que Alicia pudiera contestar nada.

–Entonces, pasa ese pastel de frutas, monstruo –repuso el león, tendiéndose en el suelo y apoyando el mentón sobre las patas–. Y sentaos vosotros dos también (al Rey y al unicornio), ¡a ver si no hacemos trampas con el pastel!

El Rey se sentía evidentemente muy incómodo de tener que sentarse entre las dos grandes bestias; pero no podía sentarse en ningún otro lugar.

–¡Qué pelea podríamos tener ahora por la corona!, ¿eh? –comentó el unicornio mirando de soslayo a la corona, que comenzaba a sacudirse violentamente sobre la cabeza del Rey, de tanto que estaba temblando.

–Ganaría fácilmente –declaró el león.

–¡No estés tan seguro! –replicó el unicornio.

–¡Cómo! ¡Pero si te he corrido por todo el pueblo! ¡So gallina! –replicó el león furiosamente, casi poniéndose en pie mientras lo increpaba así.

Al llegar a este punto, el Rey los interrumpió para impedir que reanudaran la pelea; estaba muy nervioso y desde luego le temblaba la voz. –¿Por todo el pueblo? –preguntó– pues no es poca distancia. ¿Fuistéis por el puente viejo o por el mercado? Por el puente viejo es por donde queda la mejor vista.

–Yo sí que no sabría decir por donde fuimos –gruñó el león, echándose otra vez por el suelo–. Hacía demasiado polvo para ver nada. ¡Cuánto tarda el monstruo cortando ese pastel!

Alicia se había sentado al borde de un pequeño arroyo con la gran fuente sobre las rodillas y trabajaba diligentemente con el cuchillo. –¡Pero qué fastidio! –dijo, dirigiéndose al león (se estaba acostumbrando bastante a que la llamaran «monstruo»)–. Ya he cortado varios trozos, pero ¡todos se vuelven a unir otra vez!

–Es que no sabes cómo hacerlo con pasteles del espejo –observó el unicornio–. Reparte los trozos primero y córtalos después.

Aunque esto le parecía una tontería, Alicia se puso de pie, obedientemente, y pasó la fuente a unos y otros; el pastel se dividió solo en tres partes mientras lo pasaba.

–Ahora, córtalo en trozos –indicó el león cuando hubo vuelto a su sitio con la fuente vacía.

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–¡Esto sí que no vale! –exclamó el unicornio mientras Alicia se sentaba con el cuchillo en una mano, muy desconcertada sin saber cómo empezar–. ¡El monstruo le ha dado al león el doble que a mí!

–Pero en cambio se ha quedado ella sin nada –señaló el león–. ¿No te gusta el pastel de frutas, monstruo?

Pero antes de que Alicia pudiera contestar comenzaron los tambores a redoblar.

Alicia no acertaba a discernir de dónde procedía tanto ruido, pero el aire parecía henchido de redobles de tambor cuyo estrépito estallaba dentro de su cabeza hasta que empezó a ensordecerla del todo. Se puso en pie de un salto y acosada de temor saltó al otro lado del arroyuelo; tuvo justo el tiempo de ver…

* * * * * * *

* * * * * *

* * * * * * *

… antes de caer de rodillas y de taparse los oídos tratando en vano de aislarse del tremendo ruido, cómo el león y el unicornio se ponían súbitamente en pie, mirando furiosos en derredor al ver interrumpida su fiesta.

–¡Si éso no los echa a tamborilazos del pueblo –pensó para sí misma– ya nada lo logrará!

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