Capítulo 9
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Pinocho vende su cartilla para ver una función en el teatro de muñecos.
Cuando ya cesó de nevar, tomó Pinocho el camino de la escuela, llevando bajo el brazo su magnífica cartilla nueva. Por el camino iba haciendo fantásticos proyectos y castillos en el aire, a cuál más espléndidos.
Decía para su coleto:
—Hoy mismo quiero aprender a leer; mañana, a escribir, y pasado, las cuentas. En cuanto sepa todo esto ganaré mocho dinero y con lo primero que tenga le compraré a mi papito una buena chaqueta de paño. ¿Qué digo de paño? ¡No; ha de ser una chaqueta toda bordada de oro y plata, con botones de brillantes! ¡Bien se lo merece el pobre! ¡Es muy bueno! Tan bueno que para comprarme este libro, y que yo aprenda a leer, ha vendido la única chaqueta que tenía y se ha quedado en mangas de camisa con este frío. ¡La verdad es que sólo los padres son capaces de estos sacrificios!
Mientras iba discurriendo de este modo y hablando para sí, le pareció sentir a lo lejos una música de pífanos y bombo: ¡Pi-pi-pi, pi-pi-pi, pom-pom, pom-pom!
Se detuvo y se puso a escuchar. Aquellos sonidos venían por una larga calle transversal que conducía a un paseo orilla del mar.
—¿Qué será esa música? ¡Qué lástima tener que ir a la escuela, porque si
no!…
Permaneció un instante indeciso, sin saber qué hacer; pero no había mas remedio que tomar una resolución: ir a la escuela, oír a la música.
Por fin se decidió el monigote, y encogiéndose de hombros, dijo:
—¡Bah! ¡Iremos hoy a la música, y mañana a la escuela! Así como así, para ir a la escuela siempre hay tiempo de sobra!
Y tomando por la calle transversal, echó a correr. A medida que iba corriendo sentía más cercanos los pífanos y el bombo: ¡Pi-Pi-pi, pi-pi-pi; pom-pom, pom-pom!
De pronto desembocó en una plazoleta llena de gente arremolinada en torno de un gran barracón de madera, cubierto de tela de colores chillones.
—¡Qué barracón es ese! —preguntó Pinocho a un muchacho que vio al lado suyo.
—Lee el cartel.
—Lo leería con mucho gusto, pero es el caso que hoy precisamente no puedo todavía.
—¡Buen lila estás hecho! Yo te lo leeré. ¿Ves esas letras grandes encarnadas? Pues, mira, dicen: GRAN TEATRO DE MUÑECOS.
—¿Hace mucho que ha empezado la función?
—Va a empezar ahora mismo.
—¿Cuánto cuesta la entrada?
—Veinte céntimos.
Pinocho, que ya estaba dominado por la curiosidad, dijo descaradamente al otro muchacho:
—¿Ouieres prestarme veinte céntimos hasta mañana?
—Te los prestaría con mucho gusto— contestó el otro con tono zumbón y remedando a Pinocho—; pero es el caso que hoy precisamente no puedo.
—Te vendo mi chaqueta por veinte céntimos— dijo entonces el muñeco.
—¿Y qué quieres que haba yo con esa chaqueta de papel pintado! Si te llueve encima, no tendrás el trabajo de quitártela, porque se caerá ella sola.
—¿Quieres comprarme mis zapatos?
—Sólo sirven para encender fuego.
—¿Cuánto me das por el gorro?
—¡Vaya un negocio! ¡Un gorro de miga de pan! ¡Me lo comerían los ratones en: la misma cabeza!
Pinocho estaba ya sobre ascuas. Pensaba hacer una última proposición; pero le faltaba valor, dudaba, quería intentarlo, volvía a vacilar. Por último se decidió y dijo:
Quieres darme veinte céntimos por esta cartilla nueva
—Yo soy un niño y no compro nada a los demás niños— contestó el otro, que tenía más juicio que Pinocho.
—¡Yo compro la cartilla por veinte céntimos!— dijo entonces un trapero que escuchaba la conversación.
Y de esta manera fue vendida aquella cartilla, mientras que el pobre Goro estaba en mangas de camisa y tiritando de frío, por haber vendido su única chaqueta para comprar el libro a su hijo.
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