Aventuras de Pinocho

Capítulo 27


Gran pelea entre Pinocho y sus compañeros. —Uno de estos cae herido, y Pinocho es preso por la guardia civil.

Apenas llegaron a la playa, comenzó Pinocho a mirar ansiosamente por toda la extensión del mar, pero no vio ningún dragón.

El agua estaba tan tranquila y clara, que parecía un inmenso espejo.

—¿Dónde está el dragón?— preguntó el muñeco, dirigiéndose a sus compañeros.

—Se habrá ido a merendar— dijo uno de ellos riendo.

—O se habrá metido en la cama para dormir la siesta— agregó otro, riendo aún más fuerte.

Pinocho comprendió que sus compañeros, para burlarse de él, habían inventado la historia del dragón. Y al verse engañado, se enfadó mucho, y les dijo con acento de amenaza:

—Y ahora, ¿queréis decirme qué habéis ganado con esta broma tan tonta?

—¡Ya lo creo que hemos ganado!— respondieron a coro aquellos pilletes—. Hacerte perder la clase.

—¿No te da vergüenza de ser siempre tan puntual y de saberte todos los días las lecciones? ¿No te da vergüenza de tanto romperte la cabeza estudiando?

—Y eso, ¿qué os importa a vosotros?

—Nos importa mucho, porque por tu culpa hacemos mal papel en la escuela.

—¿Por qué?

—Porque los muchachos que estudian dejan en mal lugar a los que no quieren estudiar, como nos pasa a nosotros. Y no queremos que nadie se luzca a costa nuestra. ¡Entiendes! ¡También nosotros tenemos nuestro amor propio!

—Bueno. ¿Y qué es, entonces, lo que debo hacer para teneros contentos!

—Hacer que te fastidien, como a nosotros, la escuela, los libros y el maestro, que son nuestros tres mayores enemigos.

—¿Y si yo quisiera seguir estudiando?

—No te miraríamos más a la cara, y en la primera ocasión que se presentase nos la pagarías.

—¡La verdad es que casi me dais risa!— dijo el muñeco rascándose la cabeza.

—¡Eh, Pinocho!— gritó entonces el mayor de aquellos muchachos mirándole fijamente a la cara—. ¡No vengas aquí a pintarla de valiente! ¡No quieras hacerte el gallito, porque si tú no tienes miedo de nosotros, tampoco nosotros lo tenemos de ti! ¡Ten presente que tú estas solo, y que nosotros somos siete!

—¡Siete como los pecados capitales!— dijo Pinocho soltando una carcajada.

—¿Habéis visto? ¡Nos ha insultado a todos! ¡Nos ha llamado pecados capitales!

—¡Pinocho, ten cuidado con lo que dices, porque si no…!

—¡Uy, qué miedo!— contestó el muñeco, sacándoles la lengua y haciéndoles burla.

—¡Pinocho, que vamos a acabar mal!

—¡Uy, qué miedo!

—¡Que vas a volver a casa con la nariz rota!

—¡Uy, qué miedo!

—¡Sí! ¡Ahora vas a ver!— grito el más atrevido, dándole un coscorrón en la cabeza—. Toma este capón, para que cenes esta noche.

Como es de suponer, la respuesta no se hizo esperar: el muñeco contestó en el acto con otro coscorrón, y desde este momento el combate se hizo general y encarnizado.

Aunque Pinocho estaba solo, se defendía como un héroe. Sus duros pies de madera trabajaban de tal manera, que sus enemigos se mantenían a respetuosa distancia. Allí donde uno de sus pies conseguía alcanzar, dejaba un cardenal para recuerdo.

Cuando los siete muchachos se convencieron de que cuerpo a cuerpo no podían meter mano al muñeco, echaron mano de los proyectiles, y soltando las correas con que llevaban sujetos los libros, empezaron a apedrearle con ellos.

Pero Pinocho, que era listo y ágil, esquivaba los golpes dando saltos, y los libros, uno a uno, fueron cayendo al mar sin que ninguno le tocara.

¡Figuraos la revolución que se armó entre los peces! Creyendo que los libros eran cosa de comer, iban disparados a cogerlos; pero apenas daban un bocado se apresuraban a escupir el papel, haciendo una rueda, como si dijeran: «¡Uf! ¡Qué malo está esto! Mi cocinera guisa mucho mejor».

Entretanto el combate seguía siempre encarnizado; cuando he aquí que un cangrejo muy grande que había salido del agua y que andaba perezosamente por la playa, dijo con voz atiplada:

—¡Basta ya, locos, que no se os puede llamar de otro modo! Juego de manos, son juegos de villanos. Estoy viendo que os vais a hacer daño. ¡Esas peleas suelen terminar con una desgracia!

¡Predicar en desierto! El bueno del cangrejo pudo muy bien ahorrarse saliva. En vez de hacerle caso, el diablejo de Pinocho se volvió, y mirándole con ojos de cólera, le dijo ásperamente:

—¡Cállate, mamarracho! ¡Vaya una voz ridícula! Más te valdría tomar unas pastillas para curarte la garganta. ¡Anda, anda, vete a la cama y procura sudar el resfriado!

Los otros muchachos habían ya dado fin de sus libros; pero en aquel momento vieron el cartapacio de Pinocho y se apresuraron a cogerlo.

Entre sus libros había uno encuadernado con cartón grueso y con el lomo y las puntas de pergamino. Era un Tratado de Aritmética. Podéis imaginaros lo pesado que sería!

Uno de los muchachos se apoderó del libro, y apuntando a la cabeza de Pinocho, lo lanzó con toda la fuerza que pudo; pero en vez de dar al muñeco, fue a estrellase en la cabeza de otro de los muchachos, que se quedó blanco como la cera y cayó en la arena, diciendo:

—¡Madre mía! ¡Yo me… muero!

A la vista del presunto cadáver echaron a correr los asustados muchachos, y pocos instantes después habían desaparecido.

Pinocho no escapó; a pesar de que el dolor y el espanto le tenían más muerto que vivo, fue a mojar su pañuelo en el agua del mar, y empezó a humedecer las sienes que su desgraciado compañero de escuela. Y en tanto que realizaba esta operación, llorando desesperadamente, llamaba al muerto por su nombre, y decía:

—¡Paco! ¡Paquito! ¡abre los ojos y mírame! ¿Por qué no respondes? ¿No me oyes? No he sido yo, ¡sabes!, el que te ha hecho daño, ¿sabes? ¡Créeme: de verdad que no he sido yo! ¡Abre los ojos, Paquito! ¡Si los tienes así cerrados, harás que yo también me muera!

¡Oh, Dios mío! ¿Cómo podré volver ahora a mi casa? ¿Con qué cara me presentaré a mi mamá? ¿Qué va a ser de mí? ¿Dónde podré esconderme? ¡Cuanto mejor hubiera sido ir a la escuela! ¿Por qué habré hecho caso de esos compañeros, que son mi perdición! Bien me lo había advertido el maestro, y también mi mamá, que me repetía:

¡Guárdate de las malas compañías! Pero yo soy un testarudo y un desobediente, que oigo como quien oye llover todos los consejos, y hago siempre mi voluntad, sin tener presente que después tengo que pagar las consecuencias! ¡Por eso, y sólo por eso, no he tenido aún una hora de tranquilidad desde que estoy en el mundo! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí?

Y Pinocho continuaba llorando, lamentándose y llamando al pobre Paquito, cuando sintió de pronto ruido de pasos que se acercaban.

Volvió la cabeza, y vio una pareja de la guardia civil.

—¿Qué haces ahí en el suelo?— preguntó uno de los guardias.

—Estoy auxiliando a este compañero de escuela.

¿Se ha puesto malo?

—Parece que sí.

—¡Qué malo ni qué ocho cuartos!— dijo el otro guardia, que se había inclinado y miraba a Paco atentamente—. Lo que tiene este muchacho es que le han herido en la sien ¿Quién ha sido?

—¡Yo no he sido!— balbuceó el muñeco, que se quedó, como suele decirse, sin gota de sangre en el cuerpo.

—Pues si no has sido tú, entonces, ¿quién le ha herido?

—¡Yo, no!— repitió Pinocho.

—¿Con qué ha sido herido?

—Con este libro— dijo el muñeco, recogiendo del suelo y mostrando a los guardias aquel Tratado de Aritmética, encuadernado en cartón y pergamino.

—¿De quién es este libro?

—Mío.

—¡Basta ya; no necesitamos saber más! Ponte en pie y ven con nosotros.

—¡Pero si yo…!

—¡Ven con nosotros!

—¡Pero si soy inocente!

—¡Bueno, bueno; ven con nosotros, y a callar!

Antes de marchar, llamaron los guardias a unos pescadores que en aquel momento pasaban en su barca cerca de la orilla, y les dijeron:

—Aquí os dejamos este muchacho, que ha sido herido en la cabeza, para que le llevéis a vuestra casa y le cuideis. Mañana vendremos por aquí para verle.

Después se volvieron hacia Pinocho, y, poniéndole en medio, le dijeron con voz áspera:

—¡En marcha, y aprieta el paso! ¡Si no, te haremos andar de otra manera!

No se lo hizo repetir el muñeco, y empezó a caminar por el sendero que conducía a la población; pero el pobre diablo no sabía en qué mundo se encontraba. Creía soñar. ¡Mas era un sueno tan horrible… ¡Apenas veía lo que le rodeaba; le temblaban las piernas y tenia la boca seca y la lengua pegada al paladar, que apenas hubiera podido decir una palabra. Y, sin embargo, en medio de aquel atontitamiento había una idea fija que le causaba tristeza y dolor: la de que tenia que pasar entre aquellos dos guardias por debajo de la ventana de su buena Hada. ¡hubiera preferido morir!

Estaba ya para entrar en la población, cuando una ráfaga de aire arrebató el gorro de la cabeza de Pinocho y lo llevó a una distancia de diez o doce pasos.

—¿Me permiten ustedes— dijo el muñeco a los guardias— que vaya a recoger mi gorro?.

—Ve, y despacha pronto.

El muñeco fue a recoger su gorro; pero en vez de ponérselo en la cabeza lo sujetó con los dientes, y echó a correr con todas sus fuerzas en dirección de la playa. Aquello no era un muñeco: era una bala disparada.

Juzgando los guardias que les sería difícil alcanzarle, le azuzaron un perro de presa que había ganado el premio en todas las carreras de perros.

Mucho corría Pinocho, pero el perro corría más. La gente se asomaba a las ventanas y se arremolinaba en el camino, ansiosa de ver el resultado de aquella feroz persecución. Pero no pudieron conseguirlo, porque Pinocho y el perro levantaban tal nube de polvo, que a los pocos momentos ya no se les veía.

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