Aventuras de Pinocho

Capítulo 20


Libre ya de la prisión, trata de volver a la casa del Hada; pero encuentra en el camino una terrible serpiente y después queda preso en un cepo.

Figuraos la alegría de Pinocho al encontrarse en libertad. Sin detenerse un momento salió corriendo de la ciudad, y tomó el camino que debía conducirle a la casita del Hada.

Había llovido mucho, y el camino tenía una cuarta de fango. Los pies de Pinocho se hundían en barro hasta el tobillo.

Pero el muñeco no hacía caso de esto. Con el deseo de volver al lado de su padre y de su hermanita, la hermosa niña de los cabellos azules, corría a saltos como un galgo, y las salpicaduras del barro le llegaban hasta el gorro.

Mientras así corría, iba diciéndose:

—Pero, ¡cuántas desgracias me han ocurrido! ¡Y todo me lo tengo merecido, porque soy un muñeco testarudo y travieso! ¡Siempre quiero salirme con la mía, sin atender los consejos de los que me quieren bien, y tienen además mil veces más juicio y más experiencia que yo!

¡Pero lo que es ahora sí que me propongo cambiar de vida y ser un niño bueno y obediente! Ya estoy convencido de que los chicos desobedientes acaban siempre mal. ¿Me estará esperando mi papá? ¿Estará en la casita con el Hada?

¡Pobrecillo! ¿Cuánto tiempo hace que no le veo y que no tengo ni siquiera el consuelo de darle un beso? ¿Y mi preciosa hermanita? ¿Me habrá perdonado lo malo que he sido? ¡Y pensar que le debo tantos favores, que me ha cuidado tan bien, y que me salvó la vida!… ¡No; si es imposible que haya niño más ingrato y descastado que yo!

Al terminar de decir esto se detuvo asustado y dio unos pasos hacia atrás.

¿Qué había sucedido? Pues que había visto en medio del camino una terrible serpiente de piel verde con los ojos de fuego, y cuya cola, dirigida hacia el cielo, echaba humo como una chimenea imposible describir el terror que sintió el muñeco. Se alejó algo más de medio kilómetro, y se sentó sobre un montón de grava esperando que la serpiente tuviera que marcharse a sus quehaceres o tuviera que ir a algún recado y dejara libre el paso.

Esperó una hora, dos horas, tres horas; pero la serpiente, por lo visto, vivía de sus rentas y no tenía nada que hacer en todo el dia. El caso es que continuaba allí, y Pinocho veía desde lejos el brillo de sus ojos de fuego y el humo que salía de su cola.

Entonces Pinocho, creyendo que tendría valor suficiente, se acerco hasta pocos pasos de distancia, saludó a la serpiente con una ceremoniosa reverencia, y con vocecita insinuante y afectuosa le dijo:

—Dispense usted, señora serpiente: «¿sería usted tan amable que se apartara un poquitín para dejarme pasar?»

¡Cómo si se lo hubiera dicho a un guardacantón!

Pinocho insistió con tono aún más amable:

—Usted me perdonará, señora serpiente, pero es que vuelvo a mi casa, donde está esperándome mi papá, y ya ve usted… ¡hace tanto tiempo que no le veo! ¿Me permite usted que pase?

La serpiente no sólo no contestó, sino que de pronto quedó inmóvil casi rígida. Sus ojos se cerraron, y la cola cesó de echar humo.

—¡Uy! ¡Parece que se ha muerto! ¡Ole! ¡Ole¡— pensó Pinocho contentísimo, y, restregándose las manos de alegría, fue a pasar por encima de la serpiente.

Pero aún no había terminado de levantar la pierna, cuando la serpiente se irgió de pronto como un muelle que salta. Pinocho, aterrado, dio hacia atrás un salto tan rápido y vio lento, que tropezó y dio una voltereta como en el circo, cayendo al suelo de cabeza. Como Pinocho la tenía muy dura, y el camino tenía una cuarta de fango, se quedó clavado en el suelo con los pies en el aire.

Al ver el muñeco en aquella postura tan ridícula, que daba patadas a diestro y siniestro, como si le hubieran dado cuerda, la serpiente empezó a reírse estrepitosamente, a carcajadas enormes. Pero, ¡qué risa! Se ponía mala.

En fin, a fuerza de reír, y reír, y reír, se le reventó una vena del pecho, y entonces sí que quedó muerta de verdad.

Pinocho se incorporó con gran trabajo, y volvió a emprender la carrera para llegar a la casa del Hada antes de que cayera la noche.

Pero por lo largo que iba siendo el camino, no podía ya resistir los pinchazos que el hambre le daba en el estómago, y saltó a un viñedo lindante para coger algunos racimos de uva moscatel.

¡Nunca lo hubiera hecho!

Apenas penetró en el viñedo, crac…, sintió que dos cortantes aros de hierro le aprisionaban las piernas, haciéndole ver todas las estrellas del cielo. El pobre muñeco había caído en un cepo colocado allí por el dueño del campo con objeto de cazar alguna garduna o cualquiera otra alimaña de las muchas que había, y que eran el azote de todos los gallineros del contorno.

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