Aventuras de Pinocho

Capítulo 12


Tragalumbre regala a Pinocho cinco monedas de oro para que se las lleve a su padre Goro; pero Pinocho se deja engañar por la zorra y el gato y se marcha con ellos.

Al día siguiente Tragalumbre llamó aparte a Pinocho y le preguntó:

—¿Cómo se llama tu padre?

—Goro.

—¿Oué oficio tiene?

—El de pobre.

—¿Gana mucho?

—Lo bastante para no tener nunca un céntimo en el bolsillo. Figúrese que para comprarme la cartilla que yo necesitaba para ir a la escuela vendió la única chaqueta que tenía; una chaqueta tan llena de remiendos de piezas que parecía un mapa.

—¡Pobre hombre! ¡Me da lástima! Aquí tienes cinco monedas de oro. Vete en seguida a llevárselas, y dale muchos recuerdos de mi parte.

Como puede suponerse, Pinocho dio miles de gracias a Tragalumbre; abrazó uno por uno a todos los muñecos de la compañía, incluso a los guardias civiles, y lleno de alegría se puso en camino con dirección a su casa.

Pero todavía no había andado medio kilómetro, cuando encontró una zorra coja y un gato ciego, que iban andando poquito a poco y ayudándose uno a otro, como buenos amigos. La zorra andaba apoyándose en el gato, que a su vez se dejaba guiar por la zorra.

—¡Buenas días, Pinocho! —le dijo la zorra, saludándole gentilmente.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó el muñeco.

—Porque conozco mucho a tu papa.

—¿Dónde le has visto?

—Le vi ayer en la puerta de su casa.

¿Y que hacía?

—Estaba en mangas de camisa y tiritaba de frío.

—¡Pobre papaíto mío! Pero, si Dios quiere, desde hoy ya no tendrá frío.

—¿Por qué?

—Porque yo me he convertido en un gran señor.

—¿Tú, un gran señor?— dijo la zorra comenzando a reir burlona y descaramente. También se reía el gato, pero trataba de ocultarlo atusándose los bigotes con una de las manos.

[-¿Cómo sabes mi nombre?]

—¡No es caso de risa!— replicó Pinocho incomodado—. No es por daros envidia; pero mirad esto, si es que entendéis de dinero. Estas son cinco magníficas monedas de oro.

Y enseñó las monedas que le había regalado Tragalumbre.

Al oír el simpático ruido del oro, la zorra coja, sin darse cuenta, alargó la pata que parecía coja, y el gato ciego abrió tanto los ojos, que parecían dos faroles verdes; pero volvió a cerrarlos tan rápidamente, que Pinocho no llegó, a notarlo.

—¿Y qué piensas hacer con ese dinero!— preguntó la zorra.

—Ante todo— contestó el muñeco—, quiero comprar a mi papá una hermosa chaqueta nueva, toda bordada en oro y plata, y con botones de brillantes, y después me compraré una cartilla para mí,

—¿Para ti?

—¡Claro está; como que quiero ir a la escuela y estudiar mucho!

—¡Dios te libre!— dijo la zorra—. Mírate en mí. Por mi loca afición al estudio he perdido una pata.

—¡Dios te libre!— dijo el gato—. Mírate en mí. Por mi loca afición al estudio he perdido la vista de los dos ojos.

En aquel instante un mirlo blanco que estaba encaramado en un seto a orilla del camino, dejó oír su acostumbrado silbido y dijo:

—¡Pinocho, no hagas caso de los consejos de las malas compañías, porque tendrás que arrepentirte!

¡Pobre mirlo; nunca lo hubiera dicho! El gato, dando un gran salto, le cayó encima, y sin dejarle tiempo ni para decir ¡ay!, se lo tragó de un bocado, con plumas y todo.

Después de comerlo y de haberse limpiado el hocico, cerró los ojos y volvió a hacerse el ciego nuevamente.

—¡Pobre mirlo!— dijo Pinocho al gato—. ¿Por qué has hecho eso?

—Para darle una lección. Así aprenderá para otra vez a no meterse en camisa de once varas ni en conversaciones ajenas.

Cuando ya estaban a mitad del camino, la zorra se detuvo de pronto y dijo a Pinocho:

—¿Quieres aumentar tus monedas de oro?

—¿Cómo?

¿Quieres hacer con sólo esas cinco monedas, ciento, mil, dos mil?.

—¡Ya lo creo! Pero, ¿de que modo?

—De un modo muy sencillo. En vez de ir a tu casa, vente con nosotros.

—¿Y adónde vamos?

—Al país de los búhos.

Pinocho meditó un instante, pero al fin dijo resueltamente:

—No, no quiero. Ya estoy cerca de mi casa, y quiero ir a buscar a mi papá, que me está esperando. ¡Pobre viejo! Estará muy triste. ¡Dios sabe cuánto habrá suspirado desde ayer al no verme volver! He sido un mal hijo, y el grillo parlante tenía razón cuando me decía que a los niños desobedientes les castiga Dios. Yo lo sé por experiencia, porque me he buscado muchas desgracias, y aun anoche mismo me vi bien en peligro en casa de Tragalumbre. ¡Uf! ¡Sólo el recordarlo me da frío!

—¡Ah! ¿Te empeñas en volver a tu casa? Bueno; pues vete; peor para ti.

—¡Peor para ti!— repitió el gato.

—¡Piénsalo bien, Pinocho, porque pierdes la ocasión de hacer fortuna.

—¡De hacer fortuna!— repitió el gato.

—De hoy a mañana, tus cinco monedas se hubieran convertido en dos mil.

—¡Dos mil!— repitió el gato.

—Pero, ¿cómo es posible que se conviertan en tantas preguntó Pinoçho, quedando con la boca abierta por la sorpresa.

—Pues verás— dijo la zorra—. Sabrás que en el país de los búhos hay un campo extraordinario, al cual llaman todos el Campo de los Milagros. Tú haces un agujero en aquel campo y meter; por ejemplo, una moneda de oro. Tapas después el agujero con tierra, lo riegas con un poco de agua, echas encima un poquito de sal, y ya puedes irte tranquilamente a dormir en tu cama. Durante la noche la moneda echa raíces y ramas, y cuando vuelvas al campo, a la mañana siguiente, ¿sabes lo que encuentras? Pues un hermoso árbol que está tan cargado de oro como las espigas lo están de granos de trigo en el mes de Junio.

—Así, pues— dijo Pinocho, que estaba cada vez más asombrado—, si yo enterrase en ese campo mis cinco monedas de oro, ¿cuántas encontraría a la manana siguiente?

—Es una cuenta sencilísima— contesto la zorra—; una cuenta que puede echarse con los dedos. Pongamos que cada moneda se convierte en un racimo de quinientas; multiplica quinientas por cinco, y verás que mañana puedes tener en el bolsillo dos mil quinientas monedas de oro contantes y sonantes.

—¡Oh, qué hermosura!— gritó Pinocho saltando de alegría—. En cuando recoja todas esas monedas me quedaré con dos mil para mí, y os daré a vosotros quinientas de regalo.

—¿Un regalo a nosotros?— dijo la zorra con acento desdeñoso y ofendido—. ¡Dios te guarde de hacerlo!

—¡Dios te guarde de hacerlo!— repitió el gato.

—Nosotros no trabajamos por el vil interés— continuó la zorra-; trabajamos sólo por enriquecer a los demás.

—¡A los demás!— repitió el gato.

—¡Qué excelentes personas!—pensó Pinocho; y olvidándose en el acto de su papaíto, de la chaqueta nueva, de la cartilla y de todos sus buenos propósitos, dijo a la zorra y al gato:

—¡Vamos en seguida; os acompaño!

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