Capítulo 17
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Pinocho se come el azúcar sin querer purgarse; pero al ver que llegan los enterradores para llevárselo, bebe toda la purga. Después le crece la nariz por decir mentiras.
Apenas salieron los tres médicos de la habitación, se acercó el Hada a Pinocho, y al tocarle la frente notó que tenía una gran fiebre.
Entonces disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua y se los presentó al muñeco, diciéndole cariñosamente.
—Bebe esto, y dentro de pocos días estarás bueno.
Pinocho miró el vaso torciendo el gesto, y preguntó con voz plañidera:
¿Es dulce, o amargo?
—Es amargo, pero te sentará bien.
—¡Amargo! No lo quiero.
—¡Anda, bébelo: hazme caso a mí!
—Es que no me gustan las cosas amargas.
—Bébelo, y te daré después un terrón de azúcar para quitarte el mal gusto.
—¿Dónde está el terrón de azúcar?
—Aquí lo tienes— dijo el Hada, sacándolo de un azucarero de oro.
—Primero quiero que me des el terrón de azúcar, y después beberé el agua amarga.
—¿Me lo prometes?
—Sí.
El Hada le dio el terrón, y Pinocho, después de comérselo en menos tiempo que se dice, se relamió los labios, exclamando:
—¡Qué lástima que el azúcar no sea medicina! ¡Yo me purgaría entonces todos los días!
—Ahora vas a cumplir la promesa que me has hecho, y a beberte este poco de agua que ha de ponerte bueno.
De mala gana tomó Pinocho el vaso en la mano, acercando la punta de la nariz y haciendo un gesto; después hizo como que se lo llevaba a la boca; pero se arrepintió y volvió a olerlo, hasta que por último dijo:
—¡Es muy amarga! ¡Muy amarga! ¡No puedo beberla!
—¿Cómo puedes saberlo, si no lo has probado?
—Me lo figuro lo conozco en el olor. Quiero otro terrón de azúcar primero, y después la beberé.
Con toda la paciencia de una buena madre, el Hada le puso en la boca un poco de azúcar, y después le presentó el vaso otra vez.
—Así no puedo beberlo— dijo el muñeco haciendo mil gestos.
—¿Por qué?
—Porque me fastidia esa almohada que tengo en los, pies.
El Hada retiró la almohada.
—¡Es inútil! tampoco puedo beberlo!
—Qué es lo que ahora te fastidia?
—Me fastidia esa puerta del cuarto que está medio abierta.
Entonces el Hada cerró la puerta.
—¡Es que no quiero!—gritó, Pinocho llorando y pataleando—. ¡No; no quiero beber ese agua amarga; no quiero; no, no!
—¡Hijo mío, mira que luego te arrepentirás!
—¡Mejor!
—Tu enfermedad es grave.
—¡Mejor!
—Esa fiebre puede llevarle al otro mundo.
—¡Mejor!
—¿No tienes miedo de la muerte?
—Ninguno. ¡Antes me muero que beber esa medicina tan amarga!
En aquel momento se abrió de par en par la puerta de la habitación, y entraron cuatro conejos, negros como la tinta, que llevaban sobre los hombros; una caja de muerto.
—¿Qué queréis?— gritó, Pinocho despavorido, sentándose en la cama.
—Venimos por tí— respondió el conejo mas grueso de los cuatro.
—¿Por mí? ¡Pero si no me he muerto todavía!
—Todavía no; pero te quedan pocos instantes; de vida, por no haber querido beber la medicina, que te hubiera curado la fiebre.
—¡Oh, Hada. mía! ¡Hada mía!— comenzó entonces a gritar el muñeco—.
¡Dame en seguida el vaso! ¡Anda pronto, por favor, que yo no quiero morir, no quiero morir!
Y tomando el vaso con ambas manos, se lo bebió de un sorbo.
—¡Paciencia!— dijeron entonces los conejos—. Por esta vez hemos perdido el viaje.
Y echándose de nuevo sobre los hombros la caja, que habían dejado en tierra, salieron del cuarto refunfuñando y murmurando entre dientes.
Claro es que a los pocos minutos pudo Pinocho saltar de la cama completamente curado; porque ya se sabe que los muñecos de madera tienen la particularidad de ponerse muy enfermos de pronto y de curarse en un santiamén.
Cuando el Hada le vio correr y retozar por la habitación, listo, y alegre como un pajarillo escapado de la jaula, le dijo:
—¿De modo que mi medicina te ha sentado muy bien?
¡Ya lo creo! ¡Me ha resucitado!
—Entonces, ¿por que te has resistido tanto para beberla?
—Porque los niños somos así. Tenemos, más miedo de las medicinas que de la enfermedad.
—¡Pues muy mal hecho! Los niños debierais recordar que una medicina a tiempo puede evitar una grave enfermedad, y aun la misma muerte.
¡Ah! Otra vez no me resistiré tanto. Me acordaré de esos conejos negros con la caja de muerto al hombro, y entonces cogeré en seguida el vaso, y adentro.
—¡Muy bien! Ahora vente aquí, a mi lado, y cuéntame cómo caíste en manos de los ladrones.
Pues fue que Tragalumbre me dio cinco monedas de oro y me dijo:
«Lleváselas a tu papa», y en el camino me encontré una zorra y un gato, dos personas muy buenas, que me dijeron: ¿Quieres que esas monedas se conviertan en mil o en dos mil! Vente con nosotros y te llevaremos al Campo de los Milagros. Y yo les dije: «Vamos». Y ellos dijeron: «Nos detendremos un rato en la posada de El Cangrejo Rojo, y cuando sea media noche seguiremos nuestro camino.» Cuando yo me desperté ya no estaban allí, porque se habían marchado.
Entonces yo me marché también. Y hacía una noche tan oscura que apenas se podía andar. Y me encontré con dos ladrones metidos en dos sacos de carbón, que me dijeron: ¡Danos el dinero!» y yo les dije: «No tengo ningún dinero».
Porque me había escondido las monedas de oro en la boca. Y uno de los ladrones quiso meterme la mano en la boca, yo se la corté de un mordisco; pero al escupirla me encontré con que, en vez de una mano, era la zarpa de un gato. Y los ladrones echaron a correr detrás de mí; y yo corre que te corre, hasta que me alcanzaron; Y entonces me colgaron por el cuello en un árbol del bosque, diciendo: «Mañana volveremos, y estarás bien muerto y con la boca abierta, y entonces te sacaremos las monedas de oro que tienes escondidas debajo de la lengua».
—¿Y dónde tienes las cuatro monedas de oro?—le preguntó el Hada.
—¡Las he perdido!— respondió Pinocho; pero era mentira porque las tenía en el bolsillo.
Apenas había dicho esta mentira, la nariz del muñeco, que ya era muy larga, creció más de dos dedos.
—¿Dónde las has perdido?
—En el bosque.
A esta segunda mentira siguió creciendo la nariz.
—Si las has perdido en el bosque— dijo el Hada—, las buscaremos, y de seguro que hemos de encontrarlas, porque todo lo que se pierde en este bosque se encuentra siempre.
—Ahora que me acuerdo bien— dijo el muñeco, embrollándose cada vez más—, no las he perdido, sino que me las he tragado sin querer al tomar la medicina.
A esta tercera mentira se le alargó, la nariz de un modo tan
extraordinario que el pobre Pinocho no podía ya volverse en ninguna dirección.
Si se volvía de un lado, tropezaba con la cama o con los cristales de la ventana; si se volvía de otro lado, tropezaba con la pared o con la puerta del cuarto, y si levantaba la cabeza, corría el riesgo de meter al Hada por un ojo la punta de aquella nariz fenomenal.
El Hada le miraba y se reía.
—¿Por que te ríes?— preguntó el muñeco, confuso y pensativo, al ver cómo crecía su nariz por momentos.
—Me río de las mentiras que has dicho.
—¿Y cómo sabes que he dicho mentiras?
—Las mentiras, hijo mio, se conocen en seguida, porque las hay de dos clases: las mentiras que tienen las piernas cortas, y las que tienen la nariz larga. Las tuyas, por lo visto, son de las que tienen la nariz larga.
Sintió Pinocho tanta vergüenza, que no sabiendo donde esconderse, trató de salir de la habitación. Pero no le fue posible: tanto le había crecido la nariz, que no podía pasar por la puerta.
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