Capítulo 2
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Maese Cereza regala el pedazo de tronco a su amigo Goro, el cual lo acepta para construir un muñeco maravilloso, que sepa bailar, tirar a las armas y dar saltos mortales.
En aquel momento llamaron a la puerta.
—¡Adelante! —contestó el carpintero con voz débil, asustado y sin fuerzas para ponerse en pie.
Entonces entró en la tienda un viejecillo muy vivo, que se llamaba maese Goro; pero los chiquillos de la vecindad, para hacerle rabiar, le llamaban maese Fideos, porque su peluca amarilla parecía que estaba hecha con fideos finos. Goro tenía un genio de todos los diablos, y además le daba muchísima rabia que le llamasen maese Fideos.
¡Pobre del que se lo dijera!
—Buenos días, maese Antonio —dijo al entrar—. ¿Qué hace usted en el suelo?
—¡Ya ve usted! ¡Estoy enseñando Aritmética a las hormigas!
—¡Es una idea feliz!
—¿Qué le trae por aquí, compadre Goro?
—¡Las piernas! Sabrá usted, maese Antonio, que he venido para pedirle un favor.
—Pues aquí me tiene dispuesto a servirle —replicó el carpintero.
—Esta mañana se me ha ocurrido una idea.
—Veamos cuál es.
—He pensado hacer un magnifico muñeco de madera; pero ha de ser un muñeco maravilloso, que sepa bailar, tirar a las armas y dar saltos mortales. Con este muñeco me dedicaré a correr por el mundo para ganarme un pedazo de pan y… un traguillo de vino. ¡Eh! ¿Qué le parece?
—¡Bravo, maese Fideos! —gritó aquella vocecita que no se sabía de dónde salía.
Al oírse llamar maese Fideos, el compadre Goro se puso rojo como una guindilla, y volviéndose hacia el carpintero, le dijo encolerizado:
—¿Por qué me insulta usted?
—¿Quién le insulta?
—¡Me ha llamado usted Fideos!
—¡Yo no he sido!
—¡Si le parece, pondremos que he sido yo! ¡Digo y repito que ha sido usted!
—¡No!
—¡Sí!
Y furiosos los dos, pararon de las palabras a los hechos, y agarrándose con furia se arañaron, se mordieron, se tiraron del pelo…
Se pusieron hechos una lástima.
Cuando terminó la batalla, maese Antonio se encontró con la peluca amarilla de Goro en las manos, y Goro tenía en la boca la peluca gris del carpintero.
—¡Dame mi peluca! —gritó maese Antonio.
—¡Dame tú la mía, y hagamos las paces!
Los dos viejecillos se entregaron las pelucas y se dieron las manos, prometiendo solemnemente ser buenos amigos toda la vida.
—Conque vamos a ver qué favor es el que tiene que pedirme, compadre Goro —dijo el maestro carpintero como muestra de que la paz estaba consolidada.
—Quisiera un poco de madera para hacer ese muñeco de que le he hablado. ¿Puede usted dármela?
Maese Antonio. contentísimo, se apresuró a coger aquel leño que le había hecho pasar tan mal rato. Pero. cuando iba a entregárselo a su amigo dio el leño una fuerte sacudida y se le escapó de las manos, yendo a dar un palo tremendo en las esmirriadas pantorrillas del compadre Goro.
—¡Ay! ¿Tan amablelnente regala usted las cosas, maese Antonio? ¡Por poco me deja usted cojo!
—¡Pero si no he sido yo!
—¡Y dale! ¡Habré sido yo entonces!
—¡No, si la culpa la tiene este demonio de leño!
—Ya lo sé que ha sido el leño; pero, ¿quien me lo ha tirado a las piernas, sino usted?
—Le digo a usted que yo no lo he tirado.
—¡Embustero!
—¡Goro, no me insulte usted, o le llamo Fideos!
—¡Borrico!
—¡Fideos!
—¡Hipopótamo!
—¡Fideos!
—¡Orangután!
—¡Fideos!
Al oírse llamar fideos por tercera vez perdió Goro los estribos, se arrojó sobre el carpintero, y de nuevo se obsequiaron con una colección de coscorrones, pellizcos y arañazos.
Al terminar la batalla maese Antonio se encontró con dos arañazos más en la nariz, y Goro con dos botones menos en el chaleco. Arregladas así sus cuentas, se estrecharon las manos y otra vez se ofrecieron indestructible amistad para toda la vida.
Hecho lo cual, Goro tomó bajo el brazo el famoso leño, y dando las gracias a maese Antonio, se marchó cojeando a su casa.
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