Capítulo 29
Contenidos
Vuelve Pinocho a casa del Hada. —Gran merienda de café con leche para solemnizar el éxito de Pinocho en sus exámenes.
Cuando el pescador se disponía a echar a Pinocho en la sartén, entró en la gruta un enorme perro, atraído por el olor del pescado frito.
—¡Largo de aquí!— gritó el pescador amenazándole, y teniendo siempre en la mano el muñeco.
Pero el pobre animal tenía un hambre terrible, y gruñía y meneaba la cola, como queriendo decir:
—¡Dame un poco de pescado frito y te dejaré en paz!
—¡Largo de aquí, te digo!— repitió el pescador, alargando la pierna como para darle un puntapie.
Entonces el perro, que cuando le apretaba el hambre de verdad no tenía miedo a nada, se volvió furioso contra el pescador, enseñándole los terribles colmillos.
Al mismo tiempo se oyó en la gruta una vocecita muy débil, que dijo:
—¡Sálvame, Chato, que me van a freír!
El perro conoció en el acto la voz de Pinocho, y observó con gran asombro que la voz salía de aquel bulto enharinado que el pescador tenía en la mano.
¿Y qué hizo? Pues, dando un salto, tomó delicadamente entre los dientes al muñeco enharinado, y salió de la gruta corriendo como el viento.
Furioso el pescador de que le arrebataran aquel pez que pensaba comer con tanto gusto, trató de alcanzar al perro; pero apenas había dado algunos pasos, le acometió un golpe de tos que le hizo volver atrás.
Mientras tanto, Chato había llegado a la senda que conducía a la población, y depositó en tierra a su amigo Pinocho.
—¡Cuanto tengo que agradecerte!— dijo el muñeco.
—¡Nada absolutamente!— respondió el perro—. Tú me salvaste a mí, y todo tiene su pago en este mundo: hay que ayudarse unos a otros.
—Pero, ¿cómo es que me has encontrado en aquella gruta?
—Es que seguía tendido en la playa, mas muerto que vivo, cuando el aire me trajo un olorcillo a pescado frito que me abrió el apetito de par en par; así es que me levanté para ir al sitio de donde venía aquel olor. ¡La verdad es que si llego un minuto más tarde…!
—¡No me lo digas!— exclamó Pinocho, que aún temblaba de miedo—. ¡No me lo recuerdes! ¡Si llegas un minuto más tarde, a estas horas estaría yo frito con patatas! ¡Uf! ¡Sólo de pensarlo me estremezco!
Chato no pudo menos de reírse, y tendió su mano derecha al muñeco que la estrechó anmistosamente, y después se separaron.
El perro tomó el camino de su casa, y Pinocho se dirigió hacía una cabaña que estaba cerca de allí, y preguntó a un viejecito que se hallaba en la puerta calentándose al sol:
—Dígame, buen hombre: ¿sabe usted algo de un muchacho que fue herido en la cabeza, y que se llama Paquito?
—A ese muchacho le trajeron unos pescadores a esta cabaña; pero ya…
—¿Pero ya habrá muerto?— interrumpió Pinocho con gran dolor.
—No; ahora ya está bueno, y se ha marchado a su casa.
—¿De veras? ¿Es verdad eso?— gritó el muñeco saltando de alegría—. ¿De modo que la herida no era grave?
—Pero podía haber resultado gravísima, y aun mortal— respondió el viejecito—, porque le tiraron a la cabeza un grueso libro encuadernado en cartón.
—¿Y quién se lo tiró?
—Un compañero de escuela, llamado Pinocho.
—¿Y quién es ese Pinocho?— preguntó el muñeco, haciéndose el ignorante.
—Dicen que es un niño muy malo, un holgazán, un pícaro de tomo y lomo.
—¡Calumnias! ¡Todo eso son calumnias!
—¿Conoces a Pinocho?
De vista— contestó el muñeco.
—¿Y qué concepto tienes formado de él?
—Pues a mí me parece que es un excelente muchacho, que tiene gran amor al estudio, obediente, muy amante de su papá y de toda la familia.
Mientras el muñeco decía todas estas mentiras con la mayor frescura, se echó mano a la nariz, y observó que había crecido más de un palmo. Entonces empezó a chillar lleno de miedo:
—¡No haga usted caso de todo lo que le he dicho, buen hombre, porque conozco perfectamente a Pinocho, y puedo asegurarle también yo que es un muchacho malo, desobediente y holgazán, y que en vez de ir a la escuela se va con los compañeros a vagar por ahí! Apenas hubo terminado de decir estas palabras, se acortó su nariz, y quedó del tamaño que tenía antes.
—¿Y por que estás así pintado de blanco!— preguntó poco después el viejecito.
—Le diré a usted: sin darme cuenta, me he restregado contra un muro que estaba recién blanqueado— respondió el muñeco, dándole vergüenza confesar que había sido enharinado como un pescado, para freírle después en olla sartén.
—¿Y qué has hecho de la chaqueta, de los calzones y del gorro?
—Me he encontrado con unos ladrones que me lo han quitado todo. Dígame, buen hombre: ¿No podría usted darme, por casualidad, algo con que pudiera vestirme para volver a mi casa?
—Hijo mío, no tengo ningún traje que poder darte: solo tengo un saco pequeño para guardar chufas. Si lo quieres, mirarlo: aquí está.
No se lo hizo decir Pinocho dos veces: tomó en el acto el saco, que estaba vacío, haciéndole, con unas tijeras que pidió una abertura en el fondo y otras dos a los lados, se lo endozó a modo de camisa.
Vestido de este modo tan ligero, se dirigió a la población; pero al llegar al camino empezaba a titubear, tan pronto avanzando como retrocediendo, y diciéndose para sus adentros:
—¿Cómo me presentaré a mi buena Hada? ¿Qué dirá cuando me vea? ¿Querrá perdonarme esta segunda diablura? ¡Me temo que no me la va a perdonar! ¡Oh, de seguro que no! !Y me estará bien empleado, porque soy un monigote que siempre estoy prometiendo corregirme, y nunca lo hago!
Entró en la población siendo ya noche cerrada; y como estaba lloviendo a cántaros, decidió ir derechito a la casa del Hada y llamar a la puerta hasta que le abrieran.
Al llegar frente a la casa sintió que le faltaba el valor, y en vez de llamar se alejó corriendo como unos veinte pasos. Volvió segunda vez, pero también se apartó sin hacer nada. Volvió tercera vez, y lo mismo. Sólo a la cuarta vez se atrevió a levantar, temblando, el llamador de hierro y a dar un golpecito muy suave.
Esperó pacientemente, y al cada de media hora se abrió una ventana del último piso (la casa tenía cuatro), y vio Pinocho asomarse un caracol muy grande, con una vela encendida en la cabeza, que preguntó:
—¿Quién llama a estas horas?
—¿Está el Hada en casa?
—El Hada está durmiendo, y no quiere que se la despierte.
¿Quién eres tú?
—Soy yo.
—¿Quién?
—Pinocho.
—¿Qué Pinocho?
—El muñeco que vive en esta casa con el Hada.
—¡Ah, ya sé!— dijo el caracol—. Espérame, que ahora bajo y te abriré en seguida.
—¡Anda de prisa, por caridad porque estoy muriéndome de frío!
—Hijo mío, yo soy un caracol, y los caracoles no tenemos nunca prisa.
Pasó una hora, y pasó otra sin que se abriera la puerta, por lo cual
Pinocho, que estaba completamente calado de agua y que temblaba de frío y de miedo, cobró ánimo y llamó segunda vez, pero algo más fuerte que la primera.
A esta segunda llamada se abrió una ventana del piso de más abajo, o sea del piso tercero, y se asomó el mismo caracol.
—¡Buen caracol!— gritó Pinocho desde la calle—. Hace dos horas que estoy esperando, y dos horas con esta noche tan mala parecen dos años. ¡Date prisa, por caridad!
—¡Hijo mío!— le respondió desde la ventana aquel animal tan tranquilo y flemático—, yo soy un caracol, y los caracoles no tenemos nunca prisa.
Y volvió a cerrarse la ventana.
Sonó poco después la media noche, sonó la una, sonaron las dos, y la
puerta siempre cerrada.
Entonces perdió Pinocho la paciencia, y agarró con rabia el llamador para dar un golpe que hiciera retemblar toda la casa; pero aquel llamador, que era de hierro, se convirtió en una anguila viva, que escurriéndose entre las manos desapareció en el arroyo de agua que corría por el centro de la calle.
—Sí, ¿eh?— gritó Pinocho, cada vez más lleno de cólera— ¡Pues si el
llamador ha desaparecido, yo seguiré llamando a fuerza de patadas!
Y echándose un poco hacia atrás, pegó una furiosa patada en la puerta de la casa. Tan fuerte fue el golpe, que penetró el pie en la madera cerca de la mitad, y cuando el muñeco quiso sacarlo, fueron inútiles todos sus esfuerzos, porque se había introducido como si fuera un clavo.
¡Figuraos en qué postura quedó el pobre Pinocho! Tuvo que pasarse toda la noche con un pie en tierra y el otro en el aire.
Por último, al ser de día se abrió la puerta. Aquel excelente caracol no había tardado en bajar desde el cuarto piso a la calle nada más que nueve horas, y aun así llegó sudando.
—¿Qué haces con ese pie metido en la puerta!— preguntó riendo al muñeco.
—Ha sido una desgracia que me ha ocurrido. ¿Quieres probar a ver si puedes librarme de este suplicó?
—¡Hijo mío, eso es cosa del carpintero, y yo no soy carpintero!
—Díselo al Hada, de mi parte.
—El Hada está durmiendo y no quiere que se le despierte.
—Pero, ¿qué quieres que haga clavado todo el día en esta puerta?
—Entretente en contar las hormigas que pasan por el camino.
—¡Tráeme, al menos, algo de comer, porque estoy desfallecido!
—¡En seguida!— dijo el caracol.
Al cabo de tres horas y media volvió, trayendo en la cabeza una bandeja de plata, en la cual había un pan, un pollo asado y cuatro albaricoques maduros.
—¡Ahí tienes el desayuno que te envía el Hada!— dijo el caracol.
Al ver tan excelente comida se tranquilizó algo Pinocho; pero, ¡cuál no sería su desengaño cuando, al tratar de comer, se encontró con que el pan era de yeso, el pollo de cartón y los albaricoques de cera, aunque todo tan bien hecho, que parecía de verdad!
Se echó a llorar, y lleno de desesperación quiso tirar a lo lejos la bandeja de plata y todo ]o que contenía; pero no llegó a hacerlo porque, fuese efecto del dolor o de la debilidad de estómago, se desmayó.
Cuando recobró el conocimiento se encontró tendido en un sofá y con el Hada a su lado.
—También te perdono por esta vez— le dijo el Hada—; pero, ¡pobre de ti si vuelves a hacer otra de las tuyas!
Pinocho prometió firmemente estudiar y ser bueno, y cumplió su promesa todo el resto del año. Cuando llegaron los exámenes que se celebraban antes de las vacaciones, tuvo el honor de ganar el primer premio: y tan satisfactorio fue en general su comportamiento, que el Hada le dijo muy contenta:
—Para celebrar tu triunfo, vamos a convidar a merendar a tus amigos.
Pinocho se puso muy contento.
Quien no haya presenciado la alegría de Pinocho al oír esta inesperada noticia, no podrá figurársela. Todos sus amigos y compañeros de escuela debían ser invitados para una merienda que había de celebrarse al día siguiente en la casa del Hada, para solemnizar el gran acontecimiento, El Hada había mandado preparar doscientas tazas de café con leche y cuatrocientos panecillos untados de manteca por dentro y por fuera. Aquella fiesta prometía ser muy alegre y divertida; pero…
Por desgracia, siempre había en la vida de aquel muñeco un pero que todo lo echaba a perder.
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