I – EL TONTO DE LAS ADIVINANZAS
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Un día llegó un vecino y le dijo que en el pueblo andaba el cuento de que el rey ofrecía casar a su hija con aquel que pusiera a Su Majestad tres adivinanzas que no pudiera adivinar, y que le adivinaran otras tres que Su Majestad propondría.
Otro día se levantó el tonto muy de mañana y dijo a la viejita:
–Mama, sabe que he ideado ir yo onde el rey a ver si me gano l’hija. Quien quita que pueda yo sacarlos a ustedes de jaranas.
–Jesús, apiate y mirá estas cosas, –contestó la viejita al oír a su hijo. –Callate, tonto de mis culpas, y no me volvás a salir con tus tonteras. Y lo trapió y le dijo unas cosas que no me atrevo a repetir.
Pero el muchacho metió cabeza, y cuando la viejita lo vio fue ensillando a Panda, su yegua. Entonces, como no había más remedio, se puso a prepararle un almuerzo para el camino. Fue al solar a cortar unas hojitas de orégano para echarle a una torta de arroz y huevo que le hacía, pero como estaba medio pipiriciega no se fijó que en vez de orégano, cogía unas hojas de una yerba que era un gran veneno.
-Por fin el hijo montó a Panda y dijo adiós a su madre y a su hermano, que habían hecho todo lo posible por convencerlo de que desistiera de su viaje.
La pobre viejita salió a la tranquera a verlo irse y le dijo: –Que Dios te acompañe, hijo… Aquí nos dejás sólo Dios sabe cómo. Vas a ver que con lo que vas a salir es con una pata de banco.
El muchacho no hizo caso y cogió el camino. Al mucho andar sintió hambre, desmontó y sacó de sus alforjas el almuercito que le hiciera su madre. Era en un lugar en donde no crecía ni una mata de hierba. Sintió lástima al pensar que la pobre Panda iba a tener que ayunar. Entonces, aunque le tenía mucha gana a la torta, la cogió y se la dio a su yegua y él se comió un gallito de frijoles que bajó con bebida. Apenas la yegua se tragó la torta, cuando cayó pataleando y enseguida murió a consecuencia del veneno de las hojas con que la viejecita quiso dar gusto a la torta, creyendo que eran de orégano.
El muchacho se sentó al lado de su bestia a hacerle el duelo. En esto llegaron tres perros que se pusieron a lamer el hocico a la difunta. ¡Para qué lo hicieron! En seguidita cayeron también pataleando, y a poco murieron.
El tonto hizo un hueco para enterrar a Panda y mientras la enterraba, llegaron siete zopilotes que hicieron una fiesta con los tres perros. A poco los siete zopilotes pararon la vista y cayeron tiesos.
Entonces, el tonto que no era tan dejado como creían, secó sus lágrimas y se dijo: –No hay mal que por bien no venga… Ya tengo mi primera adivinanza.
Siguió anda y anda y se encontró con una vaca que se había despeñado y que estaba en las últimas. La acabó de matar y halló entre su panza un ternerito que estaba para nacer. Lo sacó, asó parte de la carne del animalito y se la comió. Siguió su camino y allá en el peso del día, vio unas palmeras de coco cargaditas de frutas. Como tenía mucha sed, subió a una, cogió unos cocos y bebió su agua.
Por fin llegó al palacio del rey se hizo anunciar como un pretendiente a la mano de su hija. Los criados y los señores se pusieron a hacerle burla:
¡Lo que no han podido personas inteligentes lo va a poder este no-nos-dejes! –decían y se morían de risa.
El rey le hizo algunas reflexiones: Que si no ganaba, lo ahorcaría y que esto y lo de más allá, pero él no hizo caso.
La princesa se horrorizó al imaginar que tuviera que casarse con aquel tonto, y por un si acaso, le propuso que si se salía con la suya, se comprometiera a calzarse (porque era descalzo) y vestirse como los señores y, que si no, no habría nada de lo dicho. Y el tonto dijo que bueno.
Se reunió un gran gentío en el salón del palacio: el rey con su hija en su trono, los ministros, los duques, los marqueses y cuanta persona que era gran pelota en el país. Y va entrando mi tonto muy en ello y con mucha tranquilidad, como si estuviera en la cocina de su casa, dijo: Allá te va la primera, señor rey:
"Torta mató a Panda, Panda mató a tres; Tres muertos mataron a siete vivos".
El rey se puso a reflexionar y fue de reflexionar como una hora, y no pudo dar en el chiste. Por fin se dio por vencido. El tonto explicó: –Panda, mi yegua, murió a consecuencia de haberse comido una torta envenenada; llegaron tres perros, le lamieron el hocico y enseguida murieron; bajaron siete zopilotes, se comieron los perros y también murieron.
Luego el tonto dijo: –Allá te va la segunda: «Comí carne de un animal que no corría sobre la tierra, ni volaba por los aires, ni andaba en las aguas».
Vuelta el rey a cavilar y al cabo de una hora se dio por vencido. El muchacho explicó: –Encontré una vaca que se había despeñado y que estaba boqueando, la acabé de matar y le saqué de la panza un ternerito que estaba para nacer. Lo asé y comí de su carne.
Luego el muchacho dijo: –Allá te va la tercera: «Bebí agua dulce que no salía de la tierra, ni caía del cielo».
Tampoco pudo esta vez adivinar el rey, y el tonto explicó: –Me bebí el agua de unos cocos y ya ves, señor rey, como al mejor mono se le cae el zapote.
Le llegó el turno al rey de proponer sus adivinanzas.
Mandó cortar a una chanchita el rabo y lo puso entre una caja de oro que presentó al tonto y le preguntó: -¿Adivinás lo que tengo aquí? –El se rascó la cabeza y al verse en este apuro, se dijo en voz alta: –«Aquí fue donde la puerca torció el rabo…»
El rey casi se va de bruces.
¡Muchacho! ¿Cómo has hecho para adivinar?
El tonto comprendió que de pura chiripa había acertado, y como no era tan tonto, dijo haciéndose el misterioso: –Eso no se puede decir… Eso es muy sencillo para mí…
Entonces el rey fue a su cuarto, cogió un grillo que cantaba en un rincón, lo encerró entre su mano y se lo presentó. -¿Qué tengo aquí?
El muchacho se puso a ver para arriba, y viendo que nada se le ocurría, se dijo en voz alta: ¡Ah caray! ¡Y en qué apuros tienen a este pobre grillo! (como a él lo llamaban «El grillo»…)
El rey se hizo de cruces, la princesa estaba en un hilo y la gente se volvía a ver, admirada.
–¡Muchacho de Dios! ¿Cómo has hecho para adivinar?
Otra vez los aires misteriosos para contestar:
–Muy fácil, pero no se puede decir…
Mandó a hacer el rey en un salón un altar con cortinas de oro y plata, candelabros de oro, candelas de cera rosada, floreros y muchos adornos, y sin que nadie lo viera, llenó un vaso de estiércol, lo envolvió bien en un paño de oro bordado con rubíes y brillantes y lo colocó en medio del altar. Hizo llamar al tonto y le preguntó:
¿A que no me adivinás qué tengo en este altar?
–¿Qué puede ser? ¿Qué puede ser? –pensaba el muchacho sudando la gota gorda. –Lo que es ahora sí que no adivino… Lo que me voy a sacar es que me ahorquen… –Luego, casi desesperado, dijo: –Bien me lo dijo mi mama que buen adivinador de m… sería yo.
El rey se quedó en el otro mundo.
–¡Muchacho! ¿Cómo has adivinado? –Y él respondió: –¡Muy fácil! Si así me las dieran todas…
Inmediatamente se comenzaron los preparativos para la boda. La princesa estaba que cogía el cielo con las manos. La pobre no tenía nadita de ganas de casarse con aquel gandumbas.
Llamó al zapatero para que le tomara las medidas a su futuro esposo de unos zapatos de charol, pero le aconsejó se los dejara lo más apretados que pudiera. Lo mismo al sastre con el vestido y mandó a comprar un cuello bien alto.
Cuando llegó el día del matrimonio, el tonto fue a vestirse de señor, pero todo fue ponerse aquellas botas de charol y comenzar a hacer muecas. Le pusieron tirantes, el cuello que casi no le dejaba respirar y las mangas de la leva le quedaban tan angostas que se veía obligado a tener los brazos tan encogidos que parecía un chapulín. Pero lo que no se aguantó fue que le pusieran guantes. Cuando lo vieron fue sacándose la leva y arrancándose el cuello y la corbata y tirando todo por la ventana. Los zapatos de charol fueron a dar a un tejado.
–¡Adió! ¡Caray! –gritó al verse libre de todas aquellas tonteras. –¿Yo por qué voy a andar a disgusto?
La princesa que estaba escondida detrás de una cortina, ya no podía de tanto reír.
El muchacho se fue a buscar al rey y le dijo:
–Mucho me gusta su hija, pero más me gusta andar a gusto. Me comprometí a casarme con ella si me vestía de señor, pero yo no sé cómo hacen para andar con los pies bien chimaos, con el pescuezo metido entre esta baina, bien echados para atrás, que les tiene que doler la caja del cuerpo… Prefiero volverme donde mi mama: allí ando yo como me da mi gana; y si me quedo aquí tendré que pasar mi vida como un Niño Dios en retoque. (*)
Entonces el rey le dio dos mulas cargadas de oro y el tonto se volvió a su casa, donde lo recibieron muy contentos.
(*) Parece que esas sonrientes esculturas que representan al Niño Dios, para retocarlas y trabajar sin dificultad, las aseguran con un tornillo que les meten por detrás.
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