Capítulo 11
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Tragalumbre estornuda y perdona a Pinocho, el cual, después salva la vida de su amigo Arlequín.
Tragalumbre (que éste era el nombre del dueño del teatro! parecía a primera vista un hombre terrible, sobre todo por aquellas barbazas negras que le tapaban el pecho y las piernas; pero en el fondo no era malo. La prueba es que cuando vio delante de él al pobre Pinocho, que pataleaba desesperadamente, y que gritaba: ¡No quiero morir! ¡No! ¡No quiero!, empezó a conmoverse y a apiadarse. Al principio quiso mantener sus amenazas; pero por último no pudo contenerse y lanzó un estrepitoso estornudo.
El buen Arlequín, que estaba acurrucado en un rincón, todo compungido y con ojos de carnero moribundo, al oír el estornudo se puso contentísimo, y acercándose a Pinocho le dijo en voz baja:
—¡Buena señal, hermano! Tragalumbre ha estornudado, lo cual indica que se ha compadecido de ti y que estás salvado.
Porque habéis de saber que así como todo el mundo cuando se enternece, llora, o por lo menos hace como que se limpia las lágrimas,Tragalumbre tenía la ocurrencia de estornudar cada vez que se conmovía de verdad. Después de todo, es un sistema como otro cualquiera.
Luego de haber estornudado, Tragalumbre trató de recobrar su aspecto terrible, y gritó a Pinocho:
—¡Basta ya de lloriqueos! Tus chillidos me han hecho cosquillas en el estómago… algo así como… ¡Vamos, que siento una… ¡ahchíss! ¡ahchiss!
Y lanzó otros dos formidables estornudos.
—¡Jesús!— dijo Pinocho.
—¡Gracias! ¿Y tu papá? ¿Y tu mamá? ¿Están buenos?— preguntó Tragalumbre.
—Mi papá, sí; pero a mi mamá no la he conocido nunca.
—¡Qué disgusto tan grande tendría tu pobre padre si yo te arrojara al fuego! ¡Pobre viejo! ¡Tengo lástima de él! ¡Ahchiss!, ¡ahchiss!
Y estornudó otras tres veces.
—¡Jesús— dijo Pinocho.
—¡Gracias! En fin, también yo soy digno de compasión, porque ya ves, no tengo leña bastante para terminar ese asado, y la verdad, tú me hubieras sido muy útil. Pero, ¿qué le vamos a hacer? ¡Me has dado lastima! ¡Tendremos paciencia!… En tu lugar echaré al fuego a cualquiera de mis muñecos. ¡Hola, guardias!
Al oír esta llamada aparecieron en el acto dos guardias civiles de madera altos, altos y delgados, delgados, con el tricornio en la cabeza y el sable desenvainado, en la mano.
Entonces Tragalumbre les dijo con voz imperiosa:
—¡Prended a Arlequín, y después de bien atado arrojadle al fuego! ¡Quiero que mi carnero esté bien dorado!
¡Figuraos el espanto del pobre Arlequín! Se le doblaron las piernas de temor y cayó al suelo.
Al presenciar este conmovedor espectáculo se arrojó Pinocho a los pies de Tragalumbre, y llenándole de lágrimas su larguísima barba, empezó a decir con voz suplicante:
—¡Piedad, señor Tragalumbre!
—¡Aquí no hay ningún señor!— respondió con dureza Tragalumbre.
—¡Piedad, noble caballero!
—¡Aquí no hay caballeros!
—¡Piedad, Excelencia!
El tratamiento de Excelencia consiguió suavizar un tanto la terrible expresión del rostro de Tragalumbre, y volviéndose de pronto más humano y tratable, dijo a Pinocho:
—Y bien, ¿qué es lo que quieres?
—El perdón del pobre Arlequín.
—Eso no puede ser, amiguito. Si te he perdonado a ti, tengo que echarle al fuego en tu lugar. No quiero que mi carnero esté poco asado.
—¡En ese caso, yo sé cuál es mi deber!— dijo arrogantemente Pinocho, tirando al suelo su gorro de miga de pan—. ¡En marcha, señores guardias! ¡Atenme y arrójenme al fuego! ¡No, no es justo y no puedo consentir que mi buen amigo Arlequín muera por mi causa!
Estas palabras, dichas en voz alta y con acento heroico, hicieron llorar a todos los muñecos que presenciaban la escena. Los mismos guardias, a pesar de ser de madera, lloraban como dos borreguillos.
Al principio permaneció Tragalumbre insensible y frío como un mármol; pero poco a poco comenzó a enternecerse y a estornudar. Y después de lanzar cuatro o cinco tremendos estornudos, abrió los brazos y dijo afectuosamente a Pinocho:
—¡Eres un buen muchacho! ¡Ven a mis brazos y dame un beso!
Pinocho acudió corriendo, y trepando como una ardilla por la barba de Tragalumbre, le dio un prolongado y sonoro beso en la misma punta de la nariz.
—¿De modo que estoy perdonado?— preguntó el pobre Arlequín con voz que apenas se oía.
—¡Estás perdonado!— respondió Tragalumbre.
Dicho esto lanzó un profundo suspiro, y bajando la cabeza murmuró:
—¡Paciencia! Por esta noche me resignaré a comer el carnero, medio crudo; pero lo que es otra vez, ¡pobre del que le toque!
Apenas los muñecos oyeron que Arlequín estaba perdonado, corrieron al escenario, encendieron todas las luces, como en las noches de gala, y empezaron a saltar y a bailar.
Cuando amaneció seguían bailando todavía.
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