Capítulo 8
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Goro arregla los pies a Pinocho, y vende su chaqueta para comprarle una cartilla.
Apenas el muñeco hubo satisfecho el hambre, empezó a llorar y a lamentarse, porque quería que le hiciesen un par de pies nuevos.
Para castigarle por sus travesuras, Goro le dejó llorar y desesperarse hasta mediodía. Después le dijo:
—¿Y para qué quieres que te haga otros pies? ¿Para escaparte otra vez de casa?
Le prometo a usted —dijo el muñeco sollozando— que desde hoy voy a ser bueno!
—Todos los niños— replico Goro —dicen lo mismo cuando quieren conseguir algo.
—¡Le prometo ir a la escuela, estudiar mucho y hacerme un hombre de provecho!
—Todos los niños repiten la misma canción cuando quieren conseguir alguna cosa.
—¡Pero yo no soy como los demás niños! ¡Yo soy mejor que todos y digo siempre la verdad! Le prometo, papá, aprender un oficio para poder ser el consuelo y el apoyo de su vejez.
Aunque Goro estaba haciendo esfuerzos para poner cara de fiera, tenía los ojos llenos de lagrimas y el corazón en un puño por ver en aquel estado tan lamentable a su pobre Pinocho. Y sin decir nada, tomó sus herramientas y dos pedacitos de madera y se puso a trabajar con gran ahínco.
En menos de una hora había hecho los pies; un par de pies esbeltos, finos y nerviosos, como si hubieran sido modelados por un artista genial.
Entonces dijo al muñeco:
—Cierra los ojos y duérmete.
Pinocho cerró los ojos y se hizo el dormido. Y mientras fingia dormir, Goro, con un poco de cola que echó en una cáscara de huevo, le colocó los pies en su sitio; y tan perfectamente los colocó, que ni siquiera se notaba la juntura.
Apenas el muñeco se encontró con que tenía unos pies nuevos, se tiró de la mesa en que estaba tendido y comenzó a dar saltos y cabriolas como si se hubiera vuelto loco de alegría.
—Para poder pagar a usted lo que ha hecho por mí—dijo Pinocho a su papá—, desde este momento quiero ir a al escuela.
—¡Muy bien, hijo mío!
—Sólo que para ir a la escuela necesito un traje.
Goro, que era pobre y no disponía de un perro chico, le hizo un trajecillo de papel rameado, un par de zapatos de corteza de árbol y un gorrito de miga de pan.
Pinocho corrió inmediatamente a contemplarse en una jofaina llena de agua, y tan contento quedó, que dijo pavoneándose:
—¡Anda! ¡Parezco enteramente un señorito!
—Es verdad— replicó Goro—; pero ten presente que los verdaderos señores se conocen más por el traje limpio que por el traje hermoso.
—¡A propósito! —interrumpió el muñeco—. Todavía me falta algo para poder ir a la escuela: me falta lo más necesario.
—¿Qué es?
—Me falta una cartilla.
—Tienes razón. Pero, ¿dónde la sacamos?
—Pues sencillamente: se va a una librería y se compra.
—¿Y el dinero?
—Yo no lo tengo.
—Ni yo tampoco —dijo el buen viejo con tristeza.
Y aunque Pinocho era un muchacho de natural muy alegre, se puso también triste; porque cuando la miseria es grande y verdadera, hasta los mismos niños la comprenden y la sienten.
—¡Paciencia! —gritó Goro al cabo de un rato, poniéndose en pie; y tomando su vieja chaqueta, llena de remiendos y zurcidos, salió rápidamente de la casa.
Poco tardó en volver, trayendo en la mano la cartilla para su hijito; pero ya no tenía chaqueta.
Venía en mangas de camisa, aunque estaba nevando.
¿Y la chaqueta, papá?
—¡La he vendido!
—¿Por qué?
—¡Porque me daba calor!
Pinocho comprendió lo que había sucedido, y conmovido y con los ojos llenos de lágrimas, se abrazó al cuello de Goro y empezó a darle besos, muchos besos.
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