Aventuras de Pinocho

Capítulo 13


La posada de El Cangrejo Rojo

Andando, andando, llegaron al terminar la tarde, rendidos de cansancio y de fatiga, a la posada de El Cangrejo Rojo.

—Detengámonos aquí un poco—dijo la zorra—. Tomaremos un bocadillo y descansaremos unas cuantas horas. A media noche nos pondremos de nuevo en camino hacia el Campo de los Milagros.

Entraron en la posada, y se sentaron en torno de una mesa, pero ninguno de los tres tenía apetito.

El pobre gato, que tenía el estómago sucio, sólo pudo comer treinta y cinco salmonetes a la mayonesa y cuatro raciones de callos a la andaluza; pero como le pareció que los callos no estaban muy sustanciosos, hizo que les agregaran así como kilo y medio de longaniza y tres kilos de jamón bien magro.

También la zorra hubiera tomado alguna cosilla; pero el médico le había ordenado dieta absoluta, y tuvo que conformarse con una liebre más grande que un borrego, adornada con unas dos docenas de capones bien cebados y de pollitos tomateros. Después de la liebre se hizo traer un estofado de perdices, tres platos de langosta, un un asado de conejo y dos sartas de chorizos. Por último, pidió para postre unos cuantos kilos de uva moscatel, un melón y dos sandías, diciendo que no quería nada más, porque estaba tan desganada que no quería ni ver la comida.

El que menos comió de los tres fue Pinocho, que se contentó con una nuez y un mendruguillo de pan, y aun dejó algo en el plato.

El Pobre muchacho tenía el pensamiento fijo en el Campo de los Milagros, y había cogido ya una indigestión de monedas de oro. Cuando acabaron de cenar dijo la zorra al posadero:

—Prepárenos dos buenos cuartos, uno para el señor Pinocho y otro para mi compañero y para mí. Antes de marcharnos echaremos un sueñecillo. Pero tenga presente que a media noche queremos estar despiertos para continuar nuestro viaje.

—Sí, señores— respondió el posadero guiñando el ojo a la zorra y al gato, como queriendo decirles: ¡Ya os he comprendido, compadres!

Apenas cayó Pinocho en la cama, se quedó dormido y empezó a soñar. Y así soñando le parecía estar en medio de un campo, y que este campo estaba todo lleno de arbolillos cargados de racimos formados por monedas de oro, que al ser movidas por el aire hacían tin, tin, tin, como si quisieran decir:

¡Aquí estamos para el que nos quiera llevar! Pero cuando Pinocho estaba en lo mejor, es decir, cuando ya extendía las manos para coger aquellas monedas y metérselas en el bolsillo, fue despertado de pronto por tres fuertes golpes que dieron en la puerta del cuarto.

Era el posadero, que venía a decirle que era media noche.

—¿Están ya dispuestos mis compañeros?— preguntó el muñeco.

—¿Cómo dispuestos? ¡Ya hace dos horas que se fueron!

—¿Por qué tenían tanta prisa?

—Porque el gato ha recibido un parte telegráfico diciendo que el mayor de sus gatitos está en peligro de muerte por culpa de los saballones.

—¿Han pagada la cena?

—¿Cómo es eso? Son personas muy bien educadas, y no habían de hacer tamaña ofensa a un caballero como usted.

—¡Diantre! ¡Pues es una ofensa que hubiera recibido con mucho gusto!— dijo Pinocho—. Después preguntó:

¿Y dónde han dicho que me esperaban esos buenos amigos?

—Mañana al amanecer, en el Campo de los Milagros.

Después de haber tenido que soltar una de sus monedas para pagar la cena de los tres, salió Pinocho de la posada.

Pero puede decirse que salió a tientas, porque la noche estaba tan oscura, que no se veían los dedos de la mano. Por todo alrededor no se oía moverse una hoja. Unicamente algún que otro pájaro nocturno cruzaba el camino de un lado a otro, tropezando a veces con la nariz de Pinocho, el cual daba un salto y gritaba lleno de miedo:

¿Quién va?, y entonces el eco repetía a lo lejos: ¿Quién va?, ¿Quién va?, ¿Quién va?

En tanto seguía Pinocho su camino, y a poco vio en el tronco de un árbol un animalito muy pequeño, que relucía con resplandor pálido y opaco, como luce una mariposa detrás de la porcelana transparente de una lamparilla de noche.

—¿Quién eres?— preguntó Pinocho.

—¡Soy la sombra del grillo-parlante!— respondió el animalito con una vocecita débil, débil, que parecía venir del otro mundo.

—¿Y qué me quieres?—dijo el muñeco.

—Quiero darte un consejo. Vuélvete por tu camino y lleva esas cuatro monedas que te quedan a tu pobre papaíto, que llora y se desespera al no verte.

—Mañana mi Papaíto se convertirá en un gran señor, porque en vez de cuatro monedas tendrá dos mil

—¡Hijo mío, no te fíes de los que te ofrecen hacerte rico de la noche a la mañana! Generalmente, o son locos o embusteros que tratan de engañar a los demás. Créeme a mí, que te quiero bien: vuélvete a tu casa.

—Pues a pesar de eso, yo sigo adelante.

—¡Mira que es muy tarde!

—¡Quiero seguir adelante!

—¡Mira que la noche está muy oscura!

—¡Te digo que quiero seguir adelante!

—¡Mira que este camino es muy peligroso!

—¡Que lo sea! ¡Yo sigo adelante!

—Acuérdate de que a los muchachos que no obedecen más que a su capricho y a su voluntad, les castiga Dios, y pronto o tarde tienen que arrepentirse.

—¡Sí, ya lo sé! ¡La misma historia de siempre! ¡Buenas noches!

—¡Buenas noches, Pinocho! ¡Que Dios te guarde del relente y de los ladrones!

Apenas terminó de hablar la sombra del grillo-parlante, se apagó su lucecita como si la hubieran soplado, y el camino quedó aún más oscuro que antes.

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