Cuentos de Maravilla

La Palomita Blanca


La palomita blanca

Pues señor, este era un príncipe que cazando un día llegó muy cansado a orillas de un arroyo. Calmó su sed, y ya iba a montar de nuevo en su caballo cuando vio cerca de él una joven hermosa que le miraba sonriendo. Enamorado de ella desde el mismo instante en que la vio, le confesó su amor y se despidió muy rendido. Al otro día volvió, y lo mismo hizo al siguiente día, y al otro y al otro, hasta que un día no pudiendo aguardar más tiempo, fue allí con un ermitaño que los casó. Pero el príncipe no podía casarse sin el consentimiento de su padre, y no atreviéndose a confesarle lo que había hecho, decidió tener oculto su casamiento hasta que fuera rey o encontrase una ocasión para poderlo declarar en voz alta ante todo el mundo. Por lo tanto convino con la niña en que ella seguiría viviendo en el campo, a orillas del arroyo y en el hueco de un árbol, viniendo él todos los días a verla. Así lo hicieron, y no había pasado un año todavía, cuando la joven tuvo un niño lindísimo, como que se parecía todo a ella, con sus ojos azules y sus cabellitos rubios. Cada vez eran mayores los deseos que el príncipe tenía de llevar a la corte a su mujer y a su hijo, pero no se atrevía y seguía esperando una ocasión propicia para hacerlo.

Sucedió en esto que al rey le declaró la guerra otro rey vecino y fue contra él al mando de un ejército el príncipe, después de despedirse con mucha pena de su esposa jurándole que a la vuelta de la guerra la llevaría al palacio y la presentaría a su padre y a toda la corte como su legítima esposa. Muy triste se quedó la niña sin su marido y se pasaba las horas muertas cuidando a su hijito.

Desde el hueco del árbol la joven veía su cara retratada en el agua del arroyo, y un día, cuando se estaba mirando y pensando en lo feliz que iba a ser, se presentó una mujer negra y fea que traía una vasija para llenarla de agua. Cuando la negra se agachó sobre el arroyo vio reflejada la cara de la niña y creyendo que era la suya, al verse tan hermosa, dijo:

—Yo, tan bonita y cargando una vasija. ¡Qué se rompa! Y dicho y hecho; tiró la vasija contra una roca y se hizo cien mil pedazos.

La niña no pudo contener la risa y la negra la descubrió en el hueco del árbol, quedando llena de envidia ante su belleza.

Desde entonces, todas las mañanas iba la negra al arroyo con una vasija.

Un día en que la niña tenía los cabellos revueltos por habérselos despeinado su hijo jugando, la negra se ofreció a peinárselos. La niña no quería porque le causaban repugnancia las manos tan negras de aquella mujer, pero ésta tanto insistió que al fin y al cabo la mujer del príncipe no tuvo más remedio que acceder.

Mientras la peinaba iba la niña contando su historia, y cada vez la negra sentía más envidia, hasta que, en un descuído, le clavó un alfiler en la cabeza. En el mismo instante la niña se convirtió en una palomita blanca, que agitó las alas y se perdió en el cielo volando, volando tan alto que ni las mismas nubes podían seguir su vuelo. La negra entonces, cogió al niño y ocupó el lugar de la joven en el hueco del árbol.

Poco tiempo había pasado de esto cuando un día volvió el príncipe, que había vencido a sus enemigos, y ya era rey porque había muerto su padre. Venía a recoger a su mujer y a su hijo, y cuál no sería su sorpresa cuando, en vez de la hermosa niña rubia que había dejado, encontró una negra, muy negra y muy fea. Por más que quería disimular el disgusto y contenerse, no pudo menos que preguntarle cómo había perdido los bellos colores que antes tenía.

El sol y la serena
vuelven a la gente morena,

le contestó la negra, procurando imitar la voz de la niña. Como estaba allí el hijo y el príncipe lo quería mucho, no vaciló y se llevó a la corte a la negra que fue declarada reina y el niño fue reconocido como príncipe.

A los pocos días una palomita blanca vino volando hacia los jardines del palacio, y posándose en una rama de un árbol que estaba lleno de flores preguntó al jardinero:

—Jardinerito del rey, ¿cómo le va al rey con la reina mora? -Bien señora.

—Y el niño, ¿canta o llora?

—Unas veces canta y otras veces llora.

Y yo, triste de mí, por estos campos sola —decía la palomita y se? marchaba volando.

Todos los días sucedía lo mismo, y tanto le llegó a extrañar al jardinero., que una tarde en que el rey se paseaba solo por los jardines del palacio, se acercó a él y le dijo lo que pasaba. El rey muy sorprendido, le encargó que al día siguiente cogiese a la palomita, ya que era tan mansa, y se la llevase, porque la quería ver.

Almorzando estaba e1 rey con la negra y el príncipe, que ya tena más de dos años, cuando entró el jardinero en el comedor llevando en sus manos la palomita blanca. Apenas la vio la negra empezó a refunfuñar, pero el rey no le hizo caso y cogiendo a la palomita la colocó sobre la mesa. Entonces ésta tomó un grano de arroz del plato del rey y otro del plato del príncípe y volviéndose de espaldas al plato de la reina, hizo en él lo que no se puede decir. La reina se puso muy furiosa y empezó a dar voces a sus criados para que matasen a la palomita; pero el rey la cogió en sus manos y empezó a acariciarla, pasándole suavemente la mano por la cabeza. De pronto exclamó sobresaltado:

—Pobre animalito; tiene clavado un alfiler en la cabeza. Voy a sacárselo.

Mucho dijo la reina para disuadir al rey de su propósito, pero éste tiró del alfiler y en el mismo instante se convirtió la palomita en la hermosa joven del arroyo, a cuyos pies se arrodilló el rey diciendo:

Tú eres mi mujer, tú eres la única a quien yo amo.

Y se descubrió todo. La joven contó a su esposo lo que le había acontecido, y en vista de ello la negra fue quemada por orden del rey en la plaza pública como hechicera. El pueblo hizo grandes fiestas en honor de la nueva reina y todo el mundo se hacía lenguas de su belleza y de la bondad de su corazón.

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